El coraje espiritual

El coraje espiritual

Por Virginia Gawel

Tal vez, el primer acto de coraje que un ser humano ejerza acontezca antes de llegar a ser un humano. Me explico mejor: distintas tradiciones espirituales, de diferentes tiempos y culturas, describen al humano como alguien que, en su naturaleza más íntima, no pertenece a este mundo, sino que es una porción del Todo que viene a vivir la experiencia humana. De hecho, «humano» viene de humus (tierra). Y así como en la Biblia se dice «Mi Reino no es de este mundo», en momentos en que te sucede el sentirte contactándote con tu Ser, puede que percibas como algo personal que tampoco somos de este mundo, sino que transitamos por él.

El acto de coraje inicial, entonces, quizás sea decirle «sí» a la oportunidad de nacer como un humano, con todas las dificultades, dolores, desencuentros y bellezas que este plano de la realidad nos hace vivenciar. Para decirle «sí» a todo eso hace falta un coraje de ese Ser que se zambulle en la construcción de un cuerpo, pues lo necesitará para atravesar su historia como humano. Y a veces añorará su Origen; pero en algún momento podrá intuir que para volver a ese Origen no es indispensable morirse: podemos volver a él cada vez que nos deshipnotizamos de los hechizos del mundo, y recordamos quiénes somos.

Esa tarea implicará sucesivos corajes para atravesar los desafíos que cada tramo de la aventura humana imponga. La fuente innata de ese coraje esencial está en aquello que existía antes de que nacieras, y que seguirá existiendo después de que tu cuerpo muera. Es un Coraje Trascendente, que nada de este mundo puede aniquilar. Pero estar en lo cotidiano necesitará que ejerzamos también corajes mundanos para afrontar lo que nos parece difícil, e inclusive lo imposible. También coraje para la alegría, el encuentro, la ternura, el amor, pues podemos temerle a todo lo bello, previendo que en algún momento lo vamos a perder, y temiendo que no seamos capaces de superar que a nuestro cielo inmenso le falte una estrella. Sin embargo, somos capaces, una y otra vez. Y el coraje del espíritu puede servir de cimiento para el coraje mundano.

Tomaré prestados algunos pensamientos de Daisaku Ikeda, filósofo del budismo japonés. Él dice: “El coraje, la fuerza y ​​la sabiduría brotan en quien conscientemente asume todo como protagonista y responsable de la consecución de sus objetivos. La sabiduría ilimitada y la determinación ardiente surgen de un sentido de responsabilidad.”

Y también: “Se necesita coraje para volverse feliz: coraje para permanecer fiel a las propias convicciones, coraje para no ser derrotado por las propias debilidades y negatividad, coraje para tomar medidas rápidas para ayudar a los que sufren.”

Desde ya, «coraje» es pariente de la palabra «corazón»; pero «coraza» también tiene la misma raíz. Debemos, como humanitos (así, en diminutivo, ¡tan necesario que es!), fabricar algo así como una válvula viviente, que permita protegernos con la coraza cuando el mundo sea demasiado hostil, pero abrirla de par en par con la misma determinación para lo que es deseable recibir en nuestro pecho invisible. Porque ninguno de nosotros nació para atravesar la experiencia humana detrás de una coraza: el corazón espiritual se seca, se queda árido, como un pájaro guardado en un recinto de metal.

Sí: esa válvula de nuestra coraza debe abrirse para que ingrese lo bueno, lo vital. Pero también es necesario que se abra para que lo de adentro se exprese en toda su magnitud: nuestra originalidad, nuestra identidad única, que no nació a este mundo para quedar enjaulada. Y, para expresar nuestra singularidad, también hará falta coraje: el que requerirá no sobreadaptarnos para caber en el mundo; el de no disfrazarnos para cumplir expectativas ajenas; el de no desdibujarnos por uno de los miedos más grandes y más universales que el ser humano tiene: el de ser rechazado por los demás.

Abraham Maslow (uno de los padres de la visión humanista y transpersonal), dijo algo que marcó mi camino íntimo: «El terapeuta debe capacitar al paciente para ser impopular». ¡Qué extraordinario pensamiento! ¡Qué invitación al coraje del Ser! Mirándolo en perspectiva y tomando en cuenta lo que te compartía al principio, la extraordinaria ocasión de poder vivir la vida humana no puede quedar malograda por el temor gregario de quedar excluido de la manada.

Esto funciona así: lo instintivo, el mamífero que somos, constreñirá su identidad con el miedo de que, si queda separado, correrá riesgo de vida. El coraje espiritual dará la sustancia que necesitamos para plantarnos ante el mundo siendo quienes somos, aunque algunas personas no les guste, les moleste, o les parezcamos absurdos o peligrosos. El coraje espiritual nos dará cimiento para hacer lo que vinimos a hacer, aunque tengamos temor a ser «impopulares».

Es decir, no hace falta carecer de temor para atreverse a Ser. El temor del mamífero, del humanito que somos, al ser espiritualmente atrevidos, quedará disuelto en algo mucho más grande, como una pequeña taza de vinagre que vertiéramos en un inmenso lago: seguiría existiendo, mezclada con sus aguas, pero sin el poder agriar la majestuosidad del lago. El agua es tu coraje. El miedo a ser «impopular» nos ata sin darnos nada a cambio, sino solamente baratijas.

Vuelvo a Ikeda: “El coraje de no doblegarse ante la presión, el coraje de estar solo, el coraje de mantener la propia determinación, el coraje de mirar profundamente en el propio corazón y confrontar la propia cobardía y arrogancia, el coraje de desafiar las dificultades: aquellos que poseen este tipo de coraje son verdaderos vencedores.”

Coraje, coraza, corazón, tienen la misma raíz que cordial, concordar, recordar. Re-cordarnos es hacer pie en el coraje del corazón invisible; sujetarnos con la cuerda que nos sujeta al Todo y nos vuelve sujetos (no objetos). Sujetos sujetados en una red en la que nos entretejemos con otros. Es necesario re-cordar que somos parte de esa red cada vez que nos sintamos solos.

Por eso, habitar ese coraje también es Volver al Origen en este mundo. Y cuando volvamos a la dimensión de la que provenimos, el coraje espiritual liderará ese proceso en el que nos despediremos del cuerpo que nos dio su albergue humano. Y entonces seguiremos viaje, valientes y enteros. Siempre.

Las maravillas del vivir

Las maravillas del vivir

Por Guillermo García Arias

Alegría: el solo hecho de ver escrita esta palabra invita a la sonrisa. Huellas mnémicas que nos acompañan desde nuestra niñez le dan sustento a esta reacción corporal. Desde que empieza a recibir información clara a través de sus ojos, el niño inicia muecas que lo llevan a esbozar sus primeras sonrisas. Esas sonrisas son el espejo de los rostros alegres que aprecia a través de sus pupilas. 

Hay alegría producto del encuentro con un nuevo ser que acaba de llegar al mundo. Es lindo estar alegre, sobre todo porque sentimos bienestar y el cuerpo percibe esta sensación tan agradable. Podemos sumar algarabía, celebración, y se concreta una atmósfera de disfrute: todo eso es lo que los integrantes de una familia expresan ante la llegada del nuevo ser. Y el niño recordará siempre el jolgorio con el que fue recibido nomás al abrir sus ojos y comenzar a ver.

Por lo tanto, una de las manifestaciones primordiales de la alegría es la bienvenida a un nuevo integrante de la familia, ya sea hijo, hermano, primo, sobrino, nieto. Esta llegada tiene que ver con algo que era un proyecto y se materializó. La ilusión que llega con la noticia del embarazo y su culminación luego de la “dulce espera” de nueve meses.

Toda alegría acompaña a un logro, a la culminación de una idea, a alcanzar un resultado. A incorporar algo que adquiero: un resultado deportivo, amoroso, profesional, intelectual, cultural. Terminar una carrera, comprometerme o concretar un matrimonio; todo lo que sueño con alcanzar. Cuando se logra un objetivo, me invade naturalmente la alegría.

También está la alegría del contagio, pues la sonrisa y la risa son contagiosas. Hay pueblos más serios que otros, y eso pasa a ser parte de cómo se perciben las distintas situaciones de la vida. Hay comunidades en las que compartir algún tipo de bebida alcoholizada es, automáticamente, una celebración; mientras que en otros esa emoción se expresa con saltos y abrazos.

Pero si avanzamos un poco más, y nos aventuramos en un funcionamiento más consciente, veremos que existe una forma privada y única de manejar nuestros sentimientos. Porque cada uno de nosotros puede, a su vez, esbozar otra idea o aspecto de la cuestión de la alegría.

Hay innumerables situaciones de nuestra vida en las que la alegría es una elección. Suena fuerte pero es así. Y es importante hacer hincapié en eso: la alegría es, también, aquello que elegimos. Todo ser humano tiene el poder de cuidar sus pensamientos, esto es cuidar qué tratamiento les da a sus pensamientos en su mente. Porque yo puedo elegir a qué pensamientos les doy curso y también a cuáles no.

Todos tenemos algo que se llama “crítico interno” o “aspectos críticos”. Los psicoanalistas lo denominan “super yo”. En realidad, estamos habitados por varios críticos que a veces se camuflan muy bien y que, en la medida que “compramos” lo que dicen, nos hunden y nos sumergen en distintos tipos de tristeza.

Son aquellos que nos dicen: “¡Pudiste hacerlo mejor!”, “¿Por qué no llegaste a los objetivos?”, “En realidad tu compañero jugó mejor que vos”, “¿Cómo te equivocaste tanto?”. Si uno aprende a manejarlos y los corre, eligiendo otras voces de la mente, que son estimulantes y que nos apoyan, el resultado será muy distinto. Es ahí donde comprendemos que la alegría, más allá de ser una reacción a elementos externos, es una profunda elección de vida.

Yo puedo elegir a qué pensamientos dar curso aun en situaciones adversas y entonces sentir alegría por innumerables cuestiones de la vida, pese a experimentar hechos no muy felices. En la medida que me deslizo por el sendero del desarrollo humano, mejor puedo comprender que también, como ya he dicho, la alegría se elige. 

Hemos experimentado ejemplos en los que una persona sonríe siempre a lo largo de su camino, mientras que otras hilvanan rostros adustos y serios. Tiene mucho que ver dónde elijo pararme para observar lo que ocurre a mi alrededor. Incluso personas convivientes en el mismo lugar, con tránsitos muy parecidos, reaccionan de formas totalmente opuestas. Está quien sonríe siempre y el que está amargado siempre. Podríamos arriesgar asociarlos al pesimismo o al optimismo. 

La alegría es uno de los sentimientos básicos del ser humano y, a su vez, también es una de las emociones básicas del hombre. Puede surgir espontáneamente, como también puede ser producto de la manera en que me permito percibir lo que pasa a mi alrededor. 

Bienvenida la alegría, bienvenido el bienestar. Y bienvenido el conocimiento que me permite saber que puedo aprender todos los días algo que me haga percibir lo que ocurre en tonos más celestes y más diáfanos que otros. Pero eso depende de cada uno de nosotros, en función de nuestra natura y nuestra nurtura, esto es, del hogar y la formación y educación que hemos recibido y también, por otro lado, de las herramientas que he podido ir aplicando a las situaciones que la vida me ha puesto delante.La alegría manifiesta un estado de bienestar del ser, da cuenta de la forma en que permito que el afuera impacte en mi adentro. Mayores dosis de alegría, implicarán mayores porcentajes de inmunidad en mi biología. Mayores dosis de inmunidad en mi biología, impactarán en una salud más fuerte de mi cuerpo-mente. Mayores dosis de salud implicarán, a su vez, mayores posibilidades de disfrutar de las maravillas del vivir.


Guillermo García Arias

Humanista, orador, escritor, consultor, referente del Counseling, motivador, comunicador e inspirador de personas y empresas. Descubrí su trabajo en www.garciaarias.com.ar

El hábito de iluminar nuestros días

El hábito de iluminar nuestros días

Por Agustina Tanoira

Cuentan que cuando Ludwig van Beethoven compuso el Himno de la alegría era incapaz de captar cualquier sonido. Tenía 47 años y estaba solo, sordo, enfermo y totalmente desencantado con el mundo en el que le había tocado vivir. A pesar de eso —o precisamente por ello— compuso una de las piezas más optimistas y positivas jamás escritas en la historia de la música. Que además, aspiraba a iluminar a la humanidad entera y resucitar para siempre los valores de la esperanza, la libertad y la paz entre todos los pueblos.

Inspirado en la Oda a la Alegría del poeta alemán Friedrich Schiller, Beethoven creó una sinfonía monumental para enfatizar esos versos que cantaban:¡Alegría, hermosa chispa de los dioses hija del Elíseo! / ¡Ebrios de ardor penetramos, diosa celeste, en tu santuario! / Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo había separado, / todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave«.

Como el hechizo de la diosa, como un don divino que une y hermana a toda la humanidad, la alegría siempre estuvo fuertemente vinculada a un estado espiritual y emocional. En la Grecia clásica se la asociaba con el entusiasmo —el arrebato producido por la presencia de lo divino en el alma— y en el antiguo Egipto se veneraba a Hathor, diosa de la alegría, que era también la del amor, la maternidad y la protectora de las mujeres embarazadas y los partos.

Actualmente se la suele confundir con la felicidad, pero no son lo mismo. “La felicidad es un estado fugaz —explica María Inés López-Ibor en su libro En busca de la alegría—. Es lo que nos sucede cuando conseguimos algo que deseamos”. Para esta psiquiatra española, la alegría, en cambio, es algo más. “Es un sentimiento, pero también está relacionado con nuestra manera de entender la vida”. Por eso hace hincapié en que debemos lograr que esos momentos de alegría se conviertan en partes esenciales de nuestra biografía, que sean las vivencias que moldean nuestra existencia.

«¡Alegría, hermosa chispa de los dioses hija del Elíseo! / ¡Ebrios de ardor penetramos, diosa celeste, en tu santuario! / Tu hechizo vuelve a unir lo que el mundo había separado, / todos los hombres se vuelven hermanos allí donde se posa tu ala suave».

En el Libro de la Alegría, que narra las conversaciones sobre el tema entre el Dalai Lama y el Arzobispo sudafricano Desmond Tutu, el líder tibetano afirma que “solemos percibir la felicidad como algo estrechamente vinculado a las circunstancias externas, mientras que la alegría es independiente: es un estado mental y emocional que se acerca mucho más algo que anima nuestra existencia y, a la larga, llena nuestra vida de satisfacción y significado”. Sugiere, por ello, prestar más atención a la alegría desde un punto de vista de la mente porque es allí donde habita, de lo contrario, todo son miedos y preocupaciones.

Pensar la alegría

Si la alegría es un hábito mental —que se manifiesta en un buen estado de ánimo y una predisposición a la sonrisa— entonces hay que generarla, es decir, insistir y persistir en aquello que la produce. Registrar y valorar las oportunidades de sentirla que aparecen naturalmente en nuestra vida cotidiana. «Tenemos que potenciar las cosas buenas que nos pasan en el día a día. Podemos -y debemos hacerlo-, porque le dedicamos mucho más tiempo a lo malo, y prestamos muy poca atención a lo bueno que nos sucede”, escribe López-Ibor. “La alegría puede convertirse en una vivencia a través de la práctica. La alegría requiere de cierta intencionalidad, requiere de mirar con otros ojos”, afirma. Y asegura que es posible convertir ese rasgo en nuestra forma de ser.

Adoptar hábitos positivos implica una práctica. Por ejemplo, intentar sonreír más, porque “algunas veces la alegría es la fuente de tu sonrisa y otras veces la sonrisa es la fuente de tu alegría”, como afirmaba el monje budista Thích Nhất Hạnh; dejar de mirar permanentemente hacia afuera y buscar el tiempo para el silencio y la contemplación; caminar; pasar más tiempo en la naturaleza, recuperar el asombro y ejercitar la empatía y la compasión. Ser más solidarios porque eso nos hace más humanos —y ya nos han dicho de todas las maneras posibles que una mentalidad demasiado egocéntrica solo provoca sufrimiento—; juntarse con amigos y con las personas que nos hacen bien y sacan lo mejor de nosotros.

C.G . Jung llamaba a ignorar rotundamente a aquellos que amenazan nuestra alegría. Y también —por qué no— comer más chocolates y aprovechar sus altas dosis triptófano, imprescindible para la síntesis de serotonina, el neurotransmisor que regula el estado de ánimo. Elegir dónde poner nuestro foco de atención y llevar una vida más consciente cuando todo conspira constante y obsesivamente a mirar hacia fuera y a dejarnos hipnotizar por las pantallas también es una práctica.

“La alegría es ese tipo de felicidad que no depende de lo que nos esté sucediendo” afirma en su charla TED el monje benedictino David Steindl-Rast, que insiste una y mil veces en practicar la gratitud y hacer el bien al prójimo, empezando por el más próximo. “Así son las cosas y así es como funciona el universo”, escribe el Dalai Lama, un poco en coincidencia con Brother David. A su modo, ambos parecen sugerir que ser alegre en momentos tan convulsionados donde a veces parece que solo hay malas noticias es posible, aunque a veces implique frustración. 

Las emociones no son un juego de suma cero y puede haber alegría hasta en los momentos más tristes aunque a nuestra mente hiper racional le cueste comprenderlo. Porque ser alegres no significa suprimir el dolor, la ansiedad y la tristeza sino aceptar estas emociones para lograr una vida plena, sana y consciente. «En todo caos hay un cosmos, en todo desorden un orden secreto», afirmaba Jung.

Entonces el gran desafío es abrazar ese caos de nuestra existencia y “andar con alegría” como mandaba Santa Teresa de Jesús en su Camino de perfección —¡especialmente!— en los momentos de dificultades y dolor.

Porque enriquece nuestra experiencia humana y amplía nuestro vocabulario emocional es importante desarrollar una “mentalidad alegre”; nos hace más abiertos, empáticos y curiosos de una manera profunda. Y cuando eso sucede los motivos de alegría se multiplican por mil. Un atardecer de verano, una buena película, una salida con amigas o un baño de mar… y el mundo deja de ser un lugar caótico y desconcertante para convertirse en una fuente de asombro capaz de iluminar, aunque sea de a ratos, la mirada y el corazón.

Crecer para ser más sabios

Crecer para ser más sabios

Por Guillermo García Arias

Al igual que todo ser vivo, desde que nace hasta que muere el ser humano va transformando su cuerpo. La naturaleza nos ha impuesto un derrotero de nacimiento, desarrollo, decadencia y muerte. A nuestro alrededor todo se transforma, todo el tiempo: vemos crecer las plantas, los animales; apreciamos el cambio en la naturaleza a medida que cambian las estaciones. La temperatura varía a lo largo del año. Los barrios y las ciudades, a su vez, modifican su escenografía y sus formas. 

Los medios de transporte no son siempre los mismos: evoluciona la tecnología, la aerodinamia, los neumáticos, los compuestos con los que se hacen los asientos, los tipos de plásticos (más blandos, más duros). Los motores están sufriendo cambios muy profundos, de manera tal que, despacito, se va dejando atrás a la combustión y al uso de naftas, para pasar a motores eléctricos, silenciosos y no contaminantes. Las fuentes de energía, a su vez, modifican sus composiciones. Se expanden la energía eólica y la solar, integrando cada vez proporciones mayores, aunque aún no lleguen a cifras significativas.

Pero ¿qué pasa en el interior del hombre?

El hombre puede caminar por el sendero del desarrollo personal desde que nace hasta que muere. Puede transformarse todo el tiempo. Pero, primero, tiene que acceder al conocimiento acerca de que puede hacerlo. Y segundo, tiene que estar convencido de que quiere encararlo.

La vida es un viaje y la transformación humana es otro viaje que se vuelve fantástico, si somos capaces de disfrutarlo y atesorarlo. Pero este cambio permanente debemos querer hacerlo y, para ello, es preciso que tengamos coraje, entereza, determinación.

No todo lo que encontraremos entre los paisajes internos serán de nuestro agrado. Pero, aun así, deberemos atravesarlo, ser capaces de aceptarlo en haras de nuestro crecimiento y despliegue.

La transformación implica varios aspectos imprescindibles e inexorables.

Deberé poder aumentar, en forma creciente y sostenida, mi campo perceptual, de modo de ir incorporando a mi aceptación cuestiones, hechos, situaciones y personas que antes rechazaba o que no permitía ingresar a mi escenario. Deberé encontrar los beneficios de hacer esto antes mencionado y determinar en qué medida hacerlo, evaluando cómo me permite acceder a sensaciones de mayor bienestar y plenitud, ya que podré relacionarme con mayor número de personas y aceptar muchas más circunstancias como posibles en mi vida.

Deberé incrementar mi dosis de responsabilidad, haciéndome cada vez más soberano de mis actitudes, y de dar respuesta cada vez más precisa a las consecuencias de mis actos.

Dentro de nuestro proceso de transformación, es importante percibir cuáles son mis límites y cuáles son los de los demás, cuál es el alcance real de mis posibilidades de acción a medida que me despliego, cómo evoluciona la aceptación creciente de mis realidades privadas y las que me circundan. Cuánto me permito que me dañen las manifestaciones de los demás y cómo me voy alejando de permitirle, al afuera, que genere perjuicios en mi adentro. Independizarme de los resultados externos es, también, un signo importante de mi transformación y mi desarrollo. Es estar más desapegado de perder o ganar. Es disfrutar más del viaje y no entrar en discusiones estériles, que no son funcionales a mi bienestar ni al de los demás.

La transformación profunda del hombre también incluye cómo voy procesando mis pensamientos, ya que mi cerebro genera no menos de 60.000 por día, y la verdadera forma de sostener mi bienestar es elegir a cuáles le doy espacio y a cuáles los corro para que no interfieran en mi vida productiva y vital. La manera en que me vinculo con los demás, a su vez, habla de la forma en que recorro mi existencia. Es chequear cómo está mi input-output hacia los otros.

¿Me vinculo mejor que antes? ¿Tengo dificultades para el encuentro humano? ¿O me resulta cada vez más fluido y sencillo?

En la medida que el producto de mi transformación avanza y mi estar conmigo mejora, indudablemente será más fácil el encuentro con mis vínculos y la calidad de éstos será cada vez mejor y más productiva. Recordemos que la calidad de vida de una persona depende directamente de la calidad de los vínculos con los demás.

Poder sentirme como “por encima” de los problemas, pudiendo verlos como “detrás de un vidrio blindado”, de modo de darme tiempo para analizarlos y elegir los mejores caminos para su resolución, es otra manera de demostrarme y demostrar mi grado de evolución y de transformación hacia la autorrealización.

En su libro El proceso de convertirse en persona, Carl Rogers nos dice que un ser humano se convierte en persona cuando está en condiciones de tomar todas las decisiones de su vida, privadamente, en soledad, más allá que conviva o esté en estrechos vínculos con otros. De tal suerte que, también, convertirse en persona, al decir de Rogers, nos sumaría aspectos que dan cuenta de nuestra transformación y crecimiento humano.

Desde la fenomenología, entendemos que somos seres que estamos en condiciones de transformarnos en todo momento desde el nacimiento hasta la muerte. No somos los mismos ayer que hoy, ni que mañana o la semana anterior. Claro que esto debe ser tomado conscientemente y aceptado, pues hay personas que manifiestan que son siempre las mismas. Ya Heraclito, en la antigua Grecia, decía que “jamás te bañarás en la misma agua”, debido a que el agua nunca será la misma y nosotros tampoco.

Es preciso que lleguemos al convencimiento consciente de que tenemos la potestad de cambiar siempre, y que podemos disfrutar de ese proceso, aunque la esencia sea la misma. Si advierto que cada nueva experiencia de mi vida puede ser canalizada e incorporada a mi constitución, alcanzaré a darme cuenta del proceso fascinante de la transformación continua.

Yo creo firmemente en que puedo transformarme todo el tiempo mientras posea vida, y actúo en consecuencia.

Atesorar las vivencias de la experiencia cotidiana va dando crecimiento a ese baúl interno que nos permite crecer, ser más sabios, más mesurados, más equilibrados, a medida que nos desplegamos por el sendero de la existencia.

Guillermo García Arias

Humanista, orador, escritor, consultor, referente del Counseling, motivador, comunicador e inspirador de personas y empresas. Descubrí su trabajo en www.garciaarias.com.ar

La alquimia que nos transforma

La alquimia que nos transforma

Por Sergio Sinay

Aunque se la suele considerar como una práctica esotérica y se la liga con brujos y magos, la alquimia tiene una importancia que se le niega en la historia y el desarrollo de la ciencia. Hasta el siglo trece, marchaba de la mano con la química (incluso la precedía), del mismo modo en que astronomía y astrología se correspondían. El temor a que la alquimia y la astrología concedieran a las personas conocimientos sobre sí mismas y sobre el universo que las hicieran autónomas de los poderes que las sometían, hizo que ambas fueran perseguidas, que se separaran de la química y de la astronomía, que las dos últimas se consideraran ciencias y las dos primeras simples supercherías. Sin embargo, sobrevivieron, y fueron y son estudiadas por respetables pensadores de disciplinas como la filosofía, la historia, la psicología, la ciencia, y siguen contribuyendo a explorar los misterios de la vida en general y de la existencia humana en particular.

En tanto estamos vivos, somos objeto de procesos alquímicos. Con cierta ignorancia se reduce la definición de la alquimia a una práctica ocultista que se propone transformar el plomo en oro y en encontrar el elixir de la vida eterna. El artista polaco Stanislas Klossowski de Rola (1908-2001), conocido como Balthus, extraordinario pintor que encontraba la pureza en el erotismo e influyó en escritores, fotógrafos, pintores y cineastas contemporáneos, dedicó a esta disciplina un muy documentado y ya clásico estudio, titulado precisamente Alquimia. Allí dice: “La ciencia de la alquimia, sagrada, secreta, antigua y profunda, también denominada arte real o sacerdotal y filosofía hermética, esconde tras textos esotéricos y emblemas enigmáticos las vías para penetrar en los secretos más profundos de la naturaleza, de la vida y la muerte y de la unidad, la eternidad y el infinito”.

El cambio que no cesa

Todo lo que vive está en un proceso constante de transformación. En siete años, todas nuestras células se renuevan. ¿Somos entonces los mismos? Hay ahí un tremendo interrogante filosófico y existencial. Según desde donde se mire, somos y no somos. Los alquimistas no pretendían en realidad encontrar el oro a partir de lo que llamaban prima materia (plomo, barro, estiércol), sino que se centraban precisamente en el proceso de transformación de la materia, sometiéndola a una serie de pasos como la disolución, la conjunción, la coagulación, la fermentación, la fragmentación, la impregnación, la fijación, la purgación.

A lo largo de nuestra vida y de los distintos episodios y etapas que atravesamos en los ciclos de esta (infancia, pubertad, adolescencia, juventud, adultez, madurez, vejez) experimentamos, como la prima materia de la alquimia, esos mismos procesos, sea en el orden físico, psíquico o espiritual. Seamos o no conscientes de ello, lo cierto es que ocurre. Carl Jung (1875-1961), poderoso pensador y padre de la psicología arquetípica, veía a la alquimia como un mapa de la evolución psicológica de las personas en el proceso que él llamaba de “individuación”. Es decir, de llegar al Sí Mismo, esa esencia intransferible que hace de cada uno de nosotros el ser único, inédito e irrepetible que es.

«Todo lo que vive está en un proceso constante de transformación. En siete años, todas nuestras células se renuevan. ¿Somos entonces los mismos? Hay ahí un tremendo interrogante filosófico y existencial. Según desde donde se mire, somos y no somos».

Este proceso de individuación se inicia en el ego, máscara o personalidad con la que salimos al mundo y al contacto con los otros. Nuestro ropaje psíquico. El modo en que nos vemos y nos hacemos ver. Hay quienes creen ser su ego y quedan fijados en él. En ese caso, la prima materia o materia basta (como también era llamada) no se transforma. Pero si pasamos a otra etapa (si diluimos el lodo inicial) nos pondremos en contacto con aspectos propios negados, rechazados o ignorados (la Sombra, según Jung), esos que solemos proyectar en otros. Habrá una purgación. La fragmentación de nuestro ego, hasta ahí sólido.

Oro físico y oro psíquico

Solo entonces (tras la disolución de lo que creíamos ser) aparece el Yo, una versión más real de nosotros mismos, pero no la definitiva, porque aún nos muestra parecidos a muchas otras personas. Deberemos seguir avanzando en la alquimia transformadora y experimentar encuentros dolorosos con aspectos propios que, al no haberse transformado aún, han fermentado. Habrá que reconocerlos y calcinarlos. El camino hacia la individuación tiene momentos dolorosos, pero, como decía Jung, se trata de traer lo inconsciente a la consciencia para saber quiénes somos y trabajar en el conocimiento y la transformación de nosotros mismos. Esa tarea (la Obra, u Opus, la llamaban los alquimistas) es una fuente de sentido para nuestra vida.

Quedarse con la idea simplista de que los alquimistas eran unos hechiceros que pretendían convertir metales en oro, es perder la riqueza del símbolo y de lo que éste puede aportar a nuestro autoconocimiento. Como señala la lúcida psicoterapeuta junguiana y eximia astróloga inglesa Liz Greene en su seminario La alquimia como metáfora psicológica (incluido en el libro La dinámica del inconsciente, en coautoría con Howard Sasportas), “el oro físico y el oro psíquico son lo mismo en los escritos alquímicos y de manera semejante la materia innoble se encuentra tanto en el interior del alquimista como fuera de él”. La alquimia, agrega Greene, unifica e integra todos los aspectos de la psique y hace del adentro y el afuera una totalidad. Es que nuestros procesos de transformación, que son continuos y no ocurren solo cuando nos lo proponemos, no se dan al margen del mundo en que vivimos y de nuestros vínculos, sino que en él y con ellos. Cuando somos conscientes de tales procesos nos convertimos en alquimistas. Y para ello somos nuestra propia prima materia.