La libertad como un camino de liberación interior

La libertad como un camino de liberación interior

Quizás sea la palabra más inmensa de todas. La más profunda, la más anhelada. Si la dibujáramos, podríamos trazar unas grandes alas blancas como símbolo de su representación. Estamos hablando, ni más ni menos, que de la libertad.

A lo largo de la historia, se la ha proclamado de diversas maneras: repetida en nuestro himno nacional, izada como bandera durante la revolución francesa o puesta en práctica en los pasos de Nelson Mandela.

Aunque buscar abordar la complejidad del concepto de “libertad” es una tarea en sí infinita e inabarcable, intentaremos acercarnos a una de sus aristas: la libertad como elección.

En el libro La libertad interior [Kairós], Jiddu Krishnamurti, reconocido referente del mundo espiritual, plantea si acaso es posible ser libres en un mundo donde todos nacemos y crecemos sujetos a condicionamientos. Dado que estamos, de manera inevitable, moldeados por un sinnúmero de factores —nuestros padres, la educación recibida, las pautas que rigen nuestra sociedad y cultura, la experiencia propia, etc.—, la gran pregunta es: ¿cómo habitar la libertad?

Justamente es este, dice Krishnamurti, el mayor y único reto que tiene la humanidad. Para él, la verdadera cuestión no radica en la ausencia de condicionamientos para ser libres  —pues esto no es posible—, sino que enfatiza la relevancia de experimentar una libertad interior.

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Entre 1933 y 1945, la humanidad atravesó una de las formas de mayor coerción y ausencia de libertad hoy reconocibles: la etapa del nacionalsocialismo alemán, más conocido como nazismo. Viktor Frankl fue una de las personas que experimentó el horror de primera mano, pasando por cuatro campos de concentración distintos en tres años.

En su libro El hombre en busca de sentido [Herder], que además de ser un recuento de la experiencia en el campo de concentración, es una profunda reflexión sobre la libertad humana, Frankl se pregunta: “¿no hay una libertad espiritual con respecto a la conducta y a la reacción ante un entorno dado? ¿Es cierta la teoría que nos enseña que el hombre no es más que el producto de muchos factores ambientales condicionantes, sean de naturaleza biológica, psicológica o sociológica?”. 

En condiciones terribles donde la libertad parecía la última de las posibilidades, el autor y posterior fundador de la logoterapia, llegó a la conclusión de que “al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino”.

Aparece entonces la noción de libertad como la posibilidad de elegir. Frankl descubrió que, si bien podían despojarlo de sus bienes, alejarlo de sus parientes y tratarlo de la forma menos humana posible, jamás podrían arrebatarle su libertad espiritual, la posibilidad de responder mental y espiritualmente a los hechos. Para Frankl, es la falta de consciencia sobre esta verdad lo que deja al hombre prisionero de los condicionamientos.

Ya mucho antes, a finales del cuarto siglo a. de C., los filósofos estoicos formulaban ideas similares desde Grecia. Concebían, por ejemplo, a la libertad y a la esclavitud como “arquetipos psicológicos” más que marcas de estatus o clase social. La verdadera y mayor esclavitud era la ignorancia, y su contraparte, era la Sophia, Así lo estableció Zenón, fundador de esta corriente filosófica: la sabiduría era la esencia de la libertad.

Para los estoicos —y asimismo para muchas tradiciones espirituales de Oriente—, la liberación se trabaja el terreno de la mente. Consideraban que se podía estar físicamente libre pero anímica o mentalmente sometido y, a la inversa, una persona podía estar aprisionada de forma física, pero “ser interiormente libre, y no dejarse vencer por la frustración y el desánimo, hasta el punto de sentir que lleva las riendas de su propio bienestar”.

Tomemos un último referente griego: dijo Aristóteles que el ser humano no solo produce algo cuando actúa, sino que en ese producir algo también se va haciendo a sí mismo.

Cuando elegimos, cuando ejercemos la libertad de decisión, no solo moldeamos el mundo, sino que nos moldeamos a nosotros mismos. Es en esta oportunidad de elegir que reside la libertad. Y si unimos la idea de sabiduría con la posibilidad de elección, diremos que cuánto más nos conozcamos, cuanto más aprendamos acerca de la vida y sus misterios, más libres seremos. Como dice en la Biblia, “la verdad os hará libres”. Es el trabajo profundo de ampliar la consciencia que nos guía hacia la libertad individual y colectiva.

Incluso con todos los condicionamientos, nos podemos “armar, desarmar y rearmar”, crearnos a cada momento. Es un acto de responsabilidad, de “hacernos cargo” —en el mejor sentido del término— de nuestras vidas, de nuestras circunstancias; de asumirnos a nosotros mismos y de entrar en contacto y apropiarnos de nuestra libertad. Saber que siempre podemos elegir desde nuestro interior.

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Quizás no lleguemos a ser completamente libres, tal vez eso no exista. Pero sí podemos ir siendo cada vez más libres. Podemos pensar que la libertad no es una condición ya dada desde el vamos, pero sí una cualidad en potencia, una posibilidad que, a su vez, se incorpora y despliega al transitarse.

“Después de todo tu eres, la única muralla. Si no te saltas nunca darás un solo paso”, canta Luis Alberto Spinetta en “La búsqueda de la estrella”. Podemos aspirar a la libertad como el proceso de volvernos más sabios, de volvernos más conscientes, más dueños de nuestras decisiones. Podemos habitar la libertad como un proceso in aeternum donde cada vez comprendamos mejor quiénes somos y cómo queremos ser. Podemos habitar la libertad como ese recorrido a través del cual nos sentimos, valga la redundancia, cada vez más libres.

La mente como un jardín y la práctica de autocultivarnos

La mente como un jardín y la práctica de autocultivarnos

Hubo un día en que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, conocido por obras como La sociedad del cansancio y La salvación de lo bello, necesitó de la tierra. Algo en este hombre pensante, ensayista, anheló acercarse a la base de la vida humana. 

La palabra hombre proviene del latín homo u hominis, y comparte la raíz etimológica con humus, que significa tierra o barro. En la mitología griega, por ejemplo, la creación de la primera mujer, Pandora, fue a partir de arcilla. También la religión judeocristiana señala en el Génesis, que “modeló Yavé al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado”. 

Volviendo a Han, podemos imaginar que algo de todo esto, un ansia por conectar con lo humano, se sacudió dentro de sí como un llamado de espíritu. Lo cierto es que él lo nombra como una “profunda añoranza”, una “aguda necesidad”. El filósofo moderno se dedicó entonces a cuidar durante tres años de un jardín en Alemania, su país de residencia. 

En el libro Loa a la tierra [Herder], Han relata en una mezcla de crónica y diario íntimo, su experiencia como cuidador del jardín. Dice: “El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio”. 

En el contacto con las plantas, Han experimentó otro tiempo, opuesto al que prevalece hoy en muchas regiones del mundo, marcado por la velocidad, la inmediatez y la urgencia. El tiempo del jardín, “es un tiempo de lo distinto”, dice; precisa paciencia, capacidad de observar y esperar y requiere, además, de trabajo y amor. Una meditación silenciosa. Si continuamos con los juegos de palabras, meditar en sánscrito, significa autocultivarse. 

Diversos autores utilizan la metáfora del cuidado del jardín para explicar la práctica de la autotransformación. El monje vietnamita y maestro zen Thich Natch Hahn, escribe en su libro Comprender nuestra mente [Kairós] que “nuestra mente es un campo en el que están sembradas toda clase de semillas: semillas de compasión, alegría y esperanza, semillas de dolor, miedo y penurias”. Cada día, las regamos a través de nuestros pensamientos, palabras y acciones. Aquellas que reguemos con mayor atención, serán las que florecerán. “Que seamos felices o no depende de las semillas de nuestra conciencia”, concluye.

“El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio”.

Del libro Loa a la tierra, de Byung-Chul Han

También Joe Dispenza, bioquímico y escritor de Deja de ser tú, la mente crea la realidad [Urano], describe: “Cuando cultivamos un campo, sacamos la tierra apelmazada que ha estado en barbecho y la removemos con una pala u otra herramienta. Añadimos tierra y nutrientes ‘nuevos’ para que las semillas germinen y los retoños arraiguen con más facilidad. Para cultivar la tierra, también es necesario arrancar las plantas de la temporada anterior, ocuparse de las malas hierbas que crecen sin que nos demos cuenta y sacar las piedras que salen a la superficie con un rastrillo”. 

A la hora de querer cambiar, las plantas de temporadas anteriores se comparan con creaciones pasadas, las malas hierbas simbolizan actitudes o percepciones poco constructivas, y las piedras representan los obstáculos y las limitaciones a las que nos enfrentamos. Si queremos transformarnos, dice Dispenza, es importante que nos preparemos, ya que “si plantas un jardín o un huerto sin preparar la tierra, te dará muy poco fruto”. 

¿Cuánto nos ocupamos de autocultivarnos? ¿Cuán claro es para nosotros que todo lo que pensamos, decimos y hacemos constituye la calidad de nuestra vida y el bienestar tanto propio como de quienes nos rodean? 

Para clarificar esta idea, Thich Nhat Hanh personifica a nuestra consciencia como el jardinero que cuida de la tierra (nuestra mente): es quien se ocupa de sembrar y de regar, de identificar cada semilla y ayudar a que crezcan las más deseadas. “La flor del despertar, de la comprensión y del amor”, dice, “es un regalo del jardín. El jardinero solo debe cuidar adecuadamente del jardín para dar a la flor la oportunidad de crecer”. 

Así como el trabajo de jardinería comprende de diferentes ciclos y etapas, lo mismo podemos pensar en relación a nosotros mismos. Al emprender el camino de la autotransformación como forma de vida, nos enfrentaremos a distintos períodos: períodos de aridez donde nada crece y todo parece perdido y períodos donde lo que hemos tenido el cuidado de regar florecerá como hacen los pimpollos en primavera. 

Cuidar nuestro jardín es un trabajo que requiere muchísima atención y voluntad, paciencia y constancia, y, también, mucha valentía. 

Cuenta Han lo siguiente: “Por primera vez en mi vida he cavado en el suelo. Cavé hondo con la pala en la tierra. La tierra gris y arenosa que entonces salía me resultaba extraña, incluso casi siniestra. Su misteriosa gravedad me causaba asombro. Al cavar topaba con muchas raíces que, sin embargo, yo no podía asignar a ninguna planta ni a ningún árbol en la cercanía. Así pues, ahí abajo había una vida misteriosa que hasta entonces yo desconocía”. 

“Nuestra mente es un campo en el que están sembradas toda clase de semillas: semillas de compasión, alegría y esperanza, semillas de dolor, miedo y penurias”.

Thich Nhat Hanh

Así de insondables somos nosotros: trabajar en uno mismo implica involucrarse con la profundidad, con nuestras zonas desconocidas e incluso nuestras sombras. “Cavar” dentro nuestro, buscar las raíces que constituyen las personas que somos, requiere de coraje y humildad. Y así como cada planta tiene sus tiempos de crecimiento, también cada persona crece a su ritmo.

Hacia la mitad del libro, con la llegada de la primavera, Han escribe: “De las ramas que parecían del todo muertas despierta en primavera una nueva vida. Del muñón muerto vuelve a brotar un fresco verde. Me pregunto por qué al hombre no le es concedido este asombroso milagro. Él envejece y muere. Él no tiene primavera, no despierta de nuevo. Se marchita y se pudre. Está condenado a este destino triste y en realidad insoportable. En esto envidio mucho a las plantas, que siempre se renuevan, se revivifican, rejuvenecen. Siempre hay un nuevo comienzo. ¿Por qué al hombre no se le concede?”

Podemos, aprovechando que el filósofo expone su idea a modo de pregunta, animarnos a discernir. ¿Acaso el humano no re-florece? ¿Acaso no tenemos la capacidad de transformarnos a partir del dolor, de renacer como seres nuevos, más despiertos y conectados con la vida, a raíz de transitar distintas experiencias?

Se pregunta Henry David Thoreau en su libro Walden, una vida en los bosques [Ediciones Perdidas]: “¿cuál es la razón por la cual el hombre se ha arraigado a la tierra, sino para poder elevarse hacia los cielos en la misma proporción?”

Para Thoreau, la condición de la experiencia humana es una oportunidad de conectarnos con lo Divino. Desde nuestra condición terrenal, la invitación es a expandirnos, a reencontrarnos con nuestra esencia siguiendo el susurro de nuestra alma, como quien sigue el crecimiento de un brote que emerge de la profundidad de la tierra y apunta hacia el cielo.

En un ciclo de muerte y resurrección constante, como el de las mismas plantas que al compostar la tierra la vuelven fértil, no solo podemos sacar brotes nuevos de nuestro tronco viejo, sino que tenemos la capacidad de florecer en invierno, primavera, otoño o verano. 

“No hace falta ser un soñador para ver flores en invierno”, anota Han cuando observa florecer al jazmín invernal y al cerezo de flor en medio de las heladas y la nieve. 

Quizás no haga falta soñar en la transformación, sino que sea realmente posible. Buscar comprendernos a nosotros mismos es de las tareas más fascinantes que podemos emprender. Cuanto más nos conozcamos y reconozcamos, cuanto más atentos y dedicados estemos al trabajo y cuidado de nuestro jardín interior, más nos acercamos a una vida serena, de mayor plenitud, confianza y felicidad.

Pequeños grandes tesoros y cómo encontrarlos

Pequeños grandes tesoros y cómo encontrarlos

Dicen algunas corrientes espirituales que cada uno de nosotros —es decir, cada una de nuestras almas— eligió venir a experimentar una vida humana en el planeta Tierra. Dicen que ante la posibilidad de subirnos al barco que conducía hasta acá, dijimos que sí con ganas. Se ha dicho, incluso, que hacíamos fila esperando que nos tocara el turno para venir.

Parece ser que antes de subir al barco, nos explicaron que el viaje a emprender no era fácil: nos enfrentaríamos a tormentas y tempestades, y en más de una ocasión, perderíamos el norte. Pero también nos prometieron los paisajes más increíbles que pudiéramos imaginar y la gente más maravillosa que pudiéramos conocer: viajábamos camino a visitar un enorme patio de juegos y aventuras, una gran escuela, un amplio escenario donde experimentar diferentes sensaciones y adquirir muchos conocimientos. Íbamos, sobre todo, a aprender y a descubrirnos a nosotros mismos. 

Figuras como Brian Weiss, autor de Muchas vidas, muchos maestros, y Michael Newton, autor de El viaje de las almas, presentan una mirada afín a la delineada arriba. En definitiva, podemos decir que a cada uno de nosotros se nos dio este regalo, este regalo que es un viaje, el viaje de la vida misma.

Por lo general cuando recibimos un regalo solemos decir gracias. A veces lo hacemos de manera automática, otras de forma más sentida. Hay regalos que esperamos recibir en fechas determinadas y otros que nos sorprenden, que recibimos “de la nada” porque alguien tuvo la intención de hacernos uno. Hay regalos que nos encantan, otros que no nos gustan nada y queremos cambiar. Hay algunos, incluso, que preferimos no haber recibido.

El Maestro Eckhart (citado muchas veces como Meister Ekhart), dijo lo siguiente: “Si la única oración que dices en toda tu vida es gracias, será suficiente”. El teólogo y filósofo estableció así a la gratitud como el fundamento básico de nuestra relación con Dios, la Fuente, la Vida, o como cada quien lo quiera llamar.  

Es curioso este asunto de la gratitud… Si nos inclinamos a ver el mundo como un lugar temible, lleno de oscuridad y plagado de malas noticias, ¿dónde entra el agradecimiento? Pensar que quisimos venir suena disparatado, hasta ilógico, ¿quién querría vivir en un lugar tan hostil como este? 

En 1966, el poema “Gracias a la vida” de la compositora chilena Violeta Parra, fue convertido en una canción que se volvió himno. Uno de los versos más conocidos, canta así:

Gracias a la vida que me ha dado tanto.

Me ha dado la risa y me ha dado el llanto.

Así yo distingo dicha de quebranto,

los dos materiales que forman mi canto.

Esta bellísima canción no está despojada de angustia. Se oye en la voz de Mercedes Sosa, se lee en los versos del poema, y se comprende con los hechos: tres meses luego de su publicación, Violeta Parra decidió quitarse la vida. 

En casos donde los matices y los contrastes de la vida se vuelven tan evidentes que duele, tan punzantes que nos cortan la respiración, ¿cómo pensar que la existencia es un regalo? ¿Cómo sentirnos agradecidos al percibir que las cosas van mal y el camino se nos hace cuesta arriba? ¿Acaso es posible o tiene sentido?

En 1993, la popular conductora de televisión norteamericana Oprah Winfrey invitó a su programa al referente en Meditación Trascendental, Deepak Chopra. Eran años donde la espiritualidad no estaba tan difundida en Occidente como lo está ahora, y a partir de ese encuentro, Winfrey y Chopra iniciaron una relación de trabajo en conjunto con el fin de difundir la sabiduría que engloba el vínculo cuerpo-mente-alma.

Uno de sus proyectos incluye, por ejemplo, el desafío de los “21 días de gratitud”, compuesto por veintiún audios grabados donde se profundiza en un aspecto de la gratitud, acompañado de una meditación. En uno de los audios, Winfrey comparte la siguiente anécdota:

“Durante un momento muy duro de mi vida, apenas capaz de hablar entre lágrimas de desesperación, llamé a mi querida mentora buscando consuelo —y un poco de simpatía también, lo debo admitir—, y en el medio de mi llanto, en lugar de consolarme, ella me interrumpió y dijo de la manera en que solo ella podía hacerlo: ‘Pará. Dejá de llorar ahora mismo y agradecé’. Y yo dije: ‘¿por qué diría gracias por esto?’ Y ella me dijo: “Agradecé porque Dios puso un arcoiris en cada nube y el arcoiris está viniendo. Da las gracias aun si no puedes verlo, porque ya está ahí”.

A partir de entonces, para Oprah Winfrey la gratitud se convirtió en el camino para atravesar cualquier oscuridad. 

Sin embargo, es saludable reconocer que agradecer no siempre sale de forma natural: a veces lo sentimos forzado, no estamos de humor, o nos encontramos tan ofuscados por lo que nos atraviesa, que cuesta pensar en algo por lo cual dar gracias. A veces, sencillamente, no nos sentimos agradecidos sino lo contrario.

Explica la reconocida autora y referente en autotransformación, Shakti Gawain:

“Es relativamente fácil sentir gratitud cuando ocurren cosas buenas y nuestra vida se desarrolla tal como deseamos (…) bastante más difícil es expresar gratitud  cuando estamos pasando por un periodo malo o la vida no nos va como creemos que debería irnos. En esas ocasiones, lo más probable es que nos sintamos dolidos, confundidos o resentidos, lo cual es perfectamente natural. La gratitud es lo último en que se nos ocurre pensar en esos momentos (…) De todos modos, es interesante cómo después de pasar por momentos difíciles, al mirar retrospectivamente solemos ver que había algo importante y necesario en esa experiencia. Es posible que no lleguemos a verlo hasta que hayan pasado meses o incluso años, pero finalmente nos damos cuenta de que aprendimos una importante lección, nuestra sabiduría se hizo más profunda, hubo un despertar, o se nos abrió una nueva puerta”.

A estos momentos dolorosos de la vida, Gawain los denomina ‘crisis de curación’, oportunidades para dejar atrás algo viejo y abrirse a lo nuevo. Pero para poder abrirnos, aclara que “hemos de permitirnos sentir el miedo y la tristeza, y también recordarnos que en esa experiencia hay un regalo que sencillamente no vemos todavía”. 

La escritora motivacional Louise Hay coincide con esta percepción. Ella dice: “no huyas de las lecciones. Son pequeños tesoros que nos han sido entregados. A medida que aprendemos de ellas, nuestras vidas cambian para mejor”. 

Agradecer, visto bajo esta perspectiva, deja de ser solamente “una muestra de buena educación” o de estar reservado a las cosas que consideramos buenas o lindas, para transformarse en una forma de vida. Vivir en gratitud implica tomar conciencia del viaje que emprendimos y reconocer que cada parte de la travesía compone la maravilla de la experiencia en su conjunto. 

Lo cierto es que siempre podemos encontrar un motivo por el cual agradecer Hay una frase de Jon Kabat-Zinn, profesor en medicina y referente del Mindfulness, que lo expresa con sencillez y claridad: “¿Las cosas pequeñas? ¿Los pequeños momentos? No son tan pequeños”.

Existe una infinidad de “pequeñas” grandes cosas por las cuales agradecer cada día, como nuestra capacidad de respirar, el recibir un mensaje de un ser querido, el sabor dulce de nuestro postre favorito o la calidez del sol sobre la piel. “Despertar la grandeza de lo más pequeño, eso hace la gratitud”, señala Winfrey. Y es que la vida está hecha de estos encantos, como las “notas fantasma” en la música, aparentemente imperceptibles y, sin embargo, tan esenciales a la composición total, a la sonoridad perfecta de la canción. 

Prestar atención al detalle es prestar atención a la existencia, y así generar la práctica de la gratitud diaria, de a poco, en la medida que podamos, hasta convertirla, si quisiéramos, en nuestra forma de vivir. Como enfatiza Winfrey, la gratitud se activa cuando ponemos nuestra atención e intención en ella.

Aunque ser agradecidos no nos resulte algo simple y fácil, aunque no podamos dibujarnos una sonrisa en la cara cuando estamos mal, busquemos transitar cada momento, desde los más soleados hasta los más tormentosos, con la conciencia sutil de que el arcoiris está, e iremos cultivando así el estado de gratitud como un estado de gracia interno, donde la vida volverá a desplegarse ante nosotros como la grandiosa aventura que, dicen, venimos a experimentar.