Por Sergio Sinay
Cada persona puede medir su vida en tres edades. La cronológica (cantidad de años vividos), la biológica (estado y desgaste del organismo) y la psicológica (que registra su maduración mental y emocional). No siempre marchan juntas ni están sincronizadas. Se puede vivir muchos años sin madurar emocionalmente; es posible que la maduración mental sea opuesta a la salud física; una vida breve en el tiempo puede ser significativa en los otros aspectos. Pero más allá de las edades posibles, acaso lo importante sea cumplir con lo que decía Píndaro, uno de los grandes poetas de la Grecia antigua, en el siglo seis antes de Cristo: “Una persona debe llegar a ser lo que siempre ha sido”. En otras palabras, nuestro propósito en la vida debiera ser convertirnos en el árbol que ya estaba en la semilla.
Esto está en línea con lo que expresó Víktor Frankl, el padre de la logoterapia (síntesis filosófica y psicoterapéutica a la que él llamó “pastoral médica”), al referirse al sentido de la vida. El secreto de la vida humana, escribió Frankl en su libro La voluntad de sentido, “es existir de acuerdo con un sentido, aunque este le sea desconocido. Si lo quiere o no, si lo sabe o no, el ser humano cree en un sentido mientras respira”.
El agua y la sed
Así como la existencia de la sed ratifica la existencia del agua, la existencia de la conciencia confirma la existencia del sentido de la vida. Frankl decía que la conciencia es nuestro órgano de sentido, un órgano tan real en el orden espiritual como lo son el hígado, el corazón, el cerebro o los demás órganos en el orden físico. Cuando la conciencia duerme podemos transcurrir nuestra vida a la deriva, extraviados en la superficialidad, en lo banal, en el consumo adictivo, en la obsesión por llenar las horas y los días con cualquier actividad, cualquier ruido, cualquier cantidad de bienes materiales que actúen como analgésicos sobre el dolor que produce en el alma la angustia existencial.
Esta angustia crece en el vacío generado por la falta de respuesta (a menudo por el temor a formularnos la pregunta) acerca de cuál es el sentido de nuestra vida. No el sentido de la vida como un fenómeno general que toca a todas las criaturas y a todo lo viviente, sino el de nuestra vida, única e intransferible, en particular. Así como la sed denuncia la necesidad de agua en nuestro organismo, la angustia existencial es el síntoma de que la búsqueda del sentido se ha olvidado.
Es importante, cuando se habla del sentido de la vida, poner el acento en la palabra búsqueda, porque no se trata de darle o crearle un sentido a nuestra vida. Se trata de encontrarlo y explorarlo. Ese sentido ya está desde el momento en que existimos, y la vida nos somete a una inacabable serie de preguntas cuyas respuestas lo irán develando. Las preguntas de la vida llegan a través de las situaciones que vivimos, algunas dolorosas, otras gozosas, algunas trágicas, otras reveladoras. Vivir es responder, decía Frankl, y respondemos a través de nuestras decisiones, elecciones, actitudes y acciones.
Si nuestra conciencia está despierta, si no tercerizamos la vida dejándola en manos de las abundantes ofertas de analgésicos seductores conque somos bombardeados diariamente, podremos detectar los momentos de sentido. Porque el sentido no emerge de una vez y para siempre, sino que se manifiesta en momentos, ya sea en nuestras tareas, en nuestras relaciones, en nuestros instantes de contemplación, en nuestros diálogos interiores (cuando nos permitimos escucharlos y no los sepultamos bajo el bullicio exterior). Y esos momentos de revelación cambian de acuerdo con las diferentes etapas y circunstancias de nuestra vida.
La vida examinada
La psicoterapeuta y pensadora Jean Shinoda Bolen propone en su bello libro El sentido de la enfermedad una serie de preguntas orientadoras para explorar el sentido existencial. Repasémoslas: 1) ¿Harás hoy algo que querías hacer?, 2) ¿Emplearás hoy parte de tu tiempo en algo que amas?, 3) ¿Estarás con alguien querido?, 4) ¿Seguirás hoy tu intuición vagando hasta que encuentres un lugar?, 5) ¿Buscarás hoy la belleza en tu vida?, 6) ¿Estimularás tu alma y cómo lo harás?, 7) ¿Cantará tu espíritu y cómo lo escucharás? Son preguntas para cada día, porque la exploración del sentido es una tarea cotidiana.
Cuando esto ocurre cobran relevancia las palabras de Sócrates, el enorme filósofo griego cuyas huellas están vigentes en nuestro pensamiento, quien afirmaba que una vida que no se examina a sí misma no merece ser vivida. Significa que quien no se pregunta para qué vive y no transforma su respuesta en un modo de existir, quien no se hace cargo de su propia vida, bien podría no haber estado en este mundo. Mucho después de Sócrates, en el siglo diecinueve, y ante la muerte de su esposa, el poeta, filósofo y pastor Ralph Waldo Emerson escribía: “Dejar este mundo un poquito mejor de como lo encontraste; saber que por lo menos una vida respiró mejor porque tú viviste, eso es haber vivido con sentido”. Algo al alcance cualquier ser humano que haga uso de su órgano de conciencia.
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