Desplegarnos en el mundo

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La belle verte (Planeta libre en su traducción al español), es una película francesa que se estrenó en 1996, y que goza de un halo de misterio gracias al rumor (no corroborado), de haber sido prohibida por la Unión Europea debido a su propuesta radical, lejos de la lógica capitalista, sobre cómo conformar una sociedad. 

El film comienza mostrando las colinas verdes del planeta libre, mientras suena un coro que parece cantado por ángeles. Se ve a un grupo de personas con túnicas y vestidos sencillos saludándose por el año nuevo. Es el momento donde toda la comunidad se reúne para intercambiar bienes (lana, frutos secos), transmitir sus necesidades (“¿Alguien sabe de un profesor de telepatía?”) y discutir sobre los asuntos que atañen a todos. El tiempo es el futuro —tres mil años después de la Revolución Industrial—, y lo que se presenta es un mundo de seres evolucionados, que viven en armonía, pueden cumplir más de doscientos años y no sienten apego por las cosas materiales.

En una parte de la reunión, el vocero principal anuncia que hace mucho que nadie visita el planeta Tierra, y que es necesario volver. Pregunta si alguien quiere ir, pero nadie levanta la mano. “Están más jugando con sus ordenadores que ocupándose de su cabeza, van a su ritmo”, exclama uno del grupo. “¿Aún tendrán dinero? ¿Y automóviles?” se preguntan otros. Finalmente una mujer llamada Mila, se ofrece como voluntaria. 

Sin spoilear la película —que a quienes les interese ver, pueden encontrar gratis en Internet—, el viaje de Mila nos invita a reflexionar sobre varias cuestiones, como nuestra relación con la naturaleza, la explotación de sus recursos, los estándares de belleza que nos gobiernan y la forma de alimentarnos. En palabras del filósofo alemán Martin Heidegger, propone revisar nuestra forma de ser-en-el-mundo; de habitar. 

“La manera según la cual los hombres somos en la tierra, es el habitar (…) El hombre es en la medida en que habita”, dice Heidegger en Construir, habitar, pensar, un texto breve reunido en la compilación Conferencias y artículos, publicado en 1994.

La palabra habitar es una palabra en sí misma poética. Si cerramos los ojos un momento y pensamos en ella, ¿a dónde viaja nuestra mente?¿Qué otras palabras se le asocian? ¿Hay aromas, colores, paisajes? ¿Hay sensaciones? ¿Aparece una experiencia determinada?

Amante del lenguaje, Heidegger se dedicó a revisar la raíz etimológica de esta palabra, y encontró que existe una íntima conexión entre habitar y construir, entendida ésta última como abrigar y cuidar.  

Cuando Mila llega al planeta Tierra y aterriza en el París de los años noventa, se sorprende de muchas maneras: hay cosas que la espantan y algunas que le agradan, actitudes humanas que resultan terribles y otras que observa con curiosidad. Aunque para muchos la película presenta una visión demasiado utópica e incluso exagerada, lo cierto es que nos guía hacia una pregunta esencial: ¿de qué manera habitamos el mundo? 

Heidegger presentó un bellísimo concepto que es el de Cuaternidad, que define como la unidad del cielo, la tierra, los divinos y los mortales. Escribe: “En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en el conducir de los mortales, acaece de un modo propio el habitar como el cuádruple cuidar (velar por) de la Cuaternidad.”

La manera en que el filósofo revisa el sentido de la palabra habitar, nos abre la puerta a muchísimas preguntas: ¿cómo cuidamos del mundo? ¿De qué forma nos cobijamos en él? Y también, ¿cómo somos para con nosotros mismos? ¿De qué manera velamos por nuestra mente, nuestro cuerpo, nuestro espacio interior? ¿Cuidamos de nuestros sueños, dones y talentos? 

Son este el estilo de preguntas que se hizo Heidegger y que se hacía el personaje de Mila en Francia. Preguntas que han atravesado a los seres humanos en todas las épocas. Si nos tomamos el tiempo y nos damos el lugar, quizás las respuestas empezarán a sonar en el silencio de nuestro corazón. 

La ilusión (quizás real) de un planeta libre

A veces pareciera que el día a día pasa frente a nuestros ojos como una manada de caballos salvajes. El actual mundo moderno —el mundo al que llega Mila—, nos arrastra a una velocidad impensada. Cuando camina por las calles de París, la enviada del planeta libre nota el apuro de la gente, su falta de empatía y su forma de vivir “en piloto automático”. Apuradas, cansadas, sin tiempo, las personas parecen perderse los detalles, los pequeños sabores diarios, lo esencial. Y es justamente en la experiencia de todos los días, en la vida cotidiana, dice Heidegger, que construimos y habitamos. 

En una de sus charlas desde Plum Village, su lugar de residencia, el monje vietnamita Thich Naht Hanh expresó: “Cuando inhalas y traes tu mente de regreso a casa a tu cuerpo, creas la paz entre tu mente y tu cuerpo (…) Y no debes luchar ni forzarte para hacer eso (…) No hay ninguna violencia, ningún forzar: solo despertar. Te despiertas de un sueño largo, al hecho de que la vida está disponible en el aquí y ahora, que estás vivo; de que hay maravillas de la vida en tí y alrededor tuyo.”

Habitar va de la mano de estar presentes. Parece que esta última idea la escuchamos cientos de veces. Sin embargo, ¿cuántas veces el pensar demasiado nos desconecta del aquí y ahora, el mismísimo acontecer de la vida? A través de la respiración, explica el monje, volvemos a casa: nuestro interior. Estar presentes, dice, es estar en casa.

Si me encuentro, por ejemplo, en un jardín: ¿qué flores veo? ¿Qué sonidos aparecen? ¿Hay algo bueno que yo pueda aportar en ese jardín? ¿Presto atención a la postura de mi cuerpo, mientras me muevo por el espacio? Podemos aplicar el mismo ejercicio apenas nos despertamos: ¿qué es lo primero que hago por la mañana? ¿Soy consciente de cómo se siente mi cuerpo, de cuáles son los pensamientos que tengo? ¿Comprendo que, estar vivo hoy, es un milagro y un regalo?

“Habitamos un lugar cuando le damos algo y cuando nos abrimos a recibir lo que tiene para ofrecer”, escribe Thomas Moore en El placer de cada día. A cada momento tenemos la oportunidad de habitar con consciencia, la oportunidad de ser-en-el mundo, como señala Heidegger, de encontrarnos con él y en él; de desplegarnos. Sea en un jardín, o apenas nos despertamos; sea en el encuentro con un amigo, en la observación de las nubes, en el trabajo manual enfocado, en una caminata, en el sentir el pasto en los pies, o en el escuchar con atención a otro, en todo momento tenemos la posibilidad de abrirnos a habitarlo con consciencia. Aplica para uno mismo, para nuestros vínculos con los demás, y para nuestra relación con el mundo.

“Si nos sintiéramos en casa en este planeta y amásemos nuestro hogar, haríamos todo lo posible por mantenerlo vibrante y saludable, y tendríamos una base para una comunidad humana (…) solo nos damos cuenta de quiénes somos en comunidad con nuestros semejantes seres humanos y en íntima relación con el mundo de los seres no-humanos”, dice Thich Naht Hanh, acercándose a la idea de Cuaternidad de Heidegger.

Retomando la idea de Moore, a cada momento podríamos preguntarnos: ¿qué tiene este lugar para ofrecerme? ¿Qué tengo yo para aportar? Vivir de esta manera es una forma de salir del piloto automático. En constante movimiento, en una convivencia infinita, cada uno de nosotros somos la conjunción mágica que se da entre uno mismo, el entorno y las personas. Abrirnos conscientemente a esos momentos, es una de las llaves maestras del habitar. 

Vivimos en un planeta en esencia libre, un planeta no demasiado alejado de las colinas verdes donde vive Mila. El mundo, que para Heidegger no es solo un lugar, sino un horizonte de sentido, se nos presenta como el escenario donde podemos ser tanto individual como colectivamente. ¿Cómo desplegarnos en él? Descubrir esa respuesta, se traduce en el propio accionar del día a día.

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