Por Bernardo Nante
Según un antiguo relato, Sócrates sostenía que comía para vivir y no vivía para comer. En el célebre diálogo platónico El banquete, protagonizado por Sócrates, los comensales –acaso estimulados por la sabia presencia del filósofo o simplemente para sobrellevar la resaca generada por la embriaguez del día anterior– optan por moderar la bebida y concentrarse en desarrollar discursos sobre el tema del amor. Así, el “banquete”, que en griego se dice symposion, “encuentro para beber”, se transforma en una ocasión en donde los presentes no solo se alimentan, sino que también dan discursos para comunicar sus ideas sobre determinadas cuestiones. Por cierto –pensará el lector–, la inversa es válida; no pocos “simposios” devienen en meros banquetes.
Pero lo cierto es que la idea es universal, pues en todas las culturas la ingesta compartida de alimentos y bebidas es mucho más que un mero hecho fisiológico. Y si bien no siempre somos del todo conscientes, en definitiva nos reunimos a comer con familiares y amigos porque sabemos que el propósito subyacente es suscitar o recrear un intercambio afectivo y, acaso, espiritual. Y aunque gocemos y hablemos en la mesa acerca de platos y bebidas, inconscientemente aspiramos a una convivialidad que por desgracia no siempre es exitosa. También es cierto que bajo el manto de una supuesta comida cordial, a veces se ocultan banalidades u oscuras intenciones de dominio; pero no olvidemos que, como decían los latinos, lo peor es la corrupción de lo mejor. De hecho, una comida se malogra menos por la mala calidad de los alimentos o su escasez que por la actitud de algún comensal o por alguna situación desdichada ajena al menú. Por algo Jesús señaló que lo que contamina al hombre no es lo que entra en su boca, sino lo que de ella sale, porque esto último se origina en su corazón. Pero, por supuesto, ello no significa que la ocasión del comer no sea fundamental. Y ello no solo porque Jesús multiplica panes y se ocupa del hambre de los pobres, sino también porque hay un simbolismo esencial en el comer y en el beber que requiere una atención cualitativa a todo lo que involucra una comida.
No pretendo detenerme en la interpretación del milagro de las bodas de Caná, en donde Jesús transforma el agua en vino, pero es evidente que allí el halago gastronómico sirve como medio de una enseñanza espiritual. Y si bien no es posible no mencionar la Última Cena, pues allí puede verse la comida como plena comunión en todo su esplendor simbólico, prefiero mantenerme en modestos ejemplos más cercanos a nuestra vida cotidiana. Por otra parte, el cristianismo temprano celebraba fraternos encuentros conviviales o “ágapes”, palabra que en griego significa “amor”.
Existen en nuestra vida situaciones ineludibles, si se quiere “básicas”, pues están en la base de nuestro diario vivir. Me refiero, por ejemplo, a dormir y despertarse, o a encontrarse con alguien y a despedirse. Por ello nos “saludamos”, nos deseamos salud (eso se espera), cuando nos encontramos o nos despedimos. La vida contemporánea, agitada, materialista y utilitaria, tiende a eliminar estos reconocimientos. Otra situación ineludible, básica, es precisamente el comer. Vivir y comer son inseparables y, por ello mismo, el “comer” y la “comida” están cargados de significaciones psicológicas, antropológicas, sociológicas, religiosas, filosóficas, de la más diversa índole. Qué comemos, cómo comemos, cuándo comemos, dónde comemos, con quién comemos y, sobre todo, por qué y para qué comemos es una cuestión inescindible de nuestra propia cosmovisión, de nuestra forma de comprender el mundo.
Desde luego, nuestras acciones cotidianas determinan nuestra verdadera comprensión –o incomprensión– de la vida, pero una acción inevitable y esencial como el comer se entrelaza con el resto del diario vivir. Un ayuno indefinido lleva a una situación límite, a la enfermedad y a la muerte; por ello, la simbolización del comer o su “ritualización” es un modo –por lo general no del todo consciente– de encontrarle sentido a la vida. Los banquetes funerarios sugieren que en algún lugar el difunto vive y al comer compartimos con él la vida que no muere. Pareciera que en nuestro mundo globalizado –en donde una parte significativa de la humanidad sufre hambre– también se da un choque de cosmovisiones en torno a la comida.
Por un lado, se propicia el consumo excesivo de alimentos y, por el otro, se advierte sobre la necesidad de cumplir con determinados regímenes alimentarios, ya sea para preservar la salud o, a veces, solo para cuidar la silueta hasta extremarse en una anorexia. No es mi intención dictaminar cuál es el mejor régimen alimenticio, si el omnívoro moderado, el vegetariano, el vegano o algún otro. Es evidente que en cada caso confluyen razones éticas, ambientales, dietéticas y, por cierto, espirituales atendibles y discutibles para adherirse a una u otra corriente. Pero si bien es necesario ponerle consciencia al tema, es importante no generar una mera ideología, pues todo lo que se impone carece de profundidad porque no surge del interior. Si nos atenemos a las múltiples tradiciones espirituales no solo no vamos a encontrar unanimidad, sino que encontraremos marcadas diferencias, pero en lo mejor de todas ellas hallamos la necesidad de expresar nuestra gratitud porque podemos comer y por la comunión que de ello se deriva. Un agradecimiento budista reza así: “Esta comida, fruto de la tierra, del cielo y de mucho trabajo y amor de innumerables seres vivos es un regalo del universo entero. Comamos con plena consciencia y gratitud, de manera que seamos dignos de recibirla. Que podamos reconocer y transformar nuestros estados mentales negativos, en especial la gula y la avaricia, para que aprendamos a comer con moderación”.
No creo que sea imprescindible proferir tal o cual fórmula; basta que en mi corazón esté presente, la advertencia de Gandhi: “Quien se alimenta sin ofrecer sacrificio [es decir, sin hacer una entrega espiritual] se alimenta con comida robada”.
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