Hubo un dibujo animado de origen norteamericano titulado Coraje, el perro cobarde, que se transmitió en nuestro país a finales de los noventa. Un pequeño perro color rosa, asustadizo y en apariencia frágil, era su protagonista, y en cada capítulo enfrentaba algún peligro que amenazaba a sus dueños. La serie tuvo tanto éxito que en 1996 fue nominada a los premios Óscar por “Mejor corto animado” y se extendió por un total de cuatro temporadas en Latinoamérica.
Lo más interesante de todo residía en la aparente contrariedad del personaje de Coraje: pese a ser temeroso, siempre enfrentaba las criaturas más extrañas con tenacidad y decisión.
No hay que ser un superhombre todopoderoso para ser valiente. Así lo ilustra el ejemplo de Coraje, el perro cobarde, y así lo explica Kate Swoboda, coach y autora del libro El hábito del coraje [Obelisco], al señalar que debemos sentir nuestro miedo y zambullirnos en la aventura de todas maneras.
¿Qué es entonces el coraje? Si nos detenemos en el origen etimológico de la palabra, “coraje” deriva de cor, corazón en latín, y en este sentido se define como la actitud humana de “actuar desde el corazón”. Suena sencillo, ¿pero cuántas veces nos detenemos a actuar por miedo?
El doctor David R. Hawkins, psiquiatra y asiduo investigador y referente espiritual, explica en su libro Dejar Ir [El Grano de Mostaza] que “a pesar de su miedo, la gente valiente avanza por la vida sin ninguna garantía y sin saber siquiera si las cosas van a mejorar”.
Es en este dejar de lado las certezas donde reside el núcleo de la valentía: pese a no tener seguridad sobre los resultados de una decisión, confiamos en lo que dicta nuestro corazón, trascendemos las limitaciones internas y nos movemos hacia adelante. “Con coraje, se está dispuesto a correr riesgos y a soltar las anteriores seguridades. Existe la voluntad de crecer y beneficiarse de nuevas experiencias”, señala Hawkins.
Podemos pensar que vivir con coraje es arriesgar: es dejar los lugares cómodos en pos de una apuesta por algo que intuímos es mejor. Se trata de conectar con nuestra fortaleza interior y permitir que esta guíe nuestro accionar, siguiendo como premisa principal la noción de “yo puedo” (aunque dudemos; aunque fallemos). Como explica Hawkins, lo que nos define no es la perfección sino la capacidad de admitir los errores sin caer en la culpa y la auto-recriminación, para observar las áreas en las que necesitamos mejorar.
Vivir con coraje no significa vivir sin miedo, sin vulnerabilidad y sin dudas sino convivir con todas estas emociones. Es comprender que la victoria está en confiar en que vamos a encontrar una respuesta, en que ampliaremos el horizonte, en que salgan como salgan las cosas, sabremos encontrar el beneficio en cada situación.
“A medida que cuestionamos las viejas formas de ver las cosas, nuestra visión del mundo se amplía y se expande. Lo que antes se consideraba imposible ahora es posible, y con el tiempo se experimenta como una nueva dimensión de la realidad. Somos capaces de observar dentro de nosotros mismos y examinar nuestros sistemas de creencias; hacemos preguntas y buscamos nuevas soluciones”, dice el autor. Estas constituyen experiencias reveladoras: al actuar con confianza, dejamos de anularnos para darnos lugar, y ese ejercicio de darnos permiso va despejando el paso hacia la autenticidad y la aceptación.
Vivir con coraje es otorgarnos la oportunidad a nosotros mismos de ser nosotros mismos. ¿Por qué no intentarlo?

El coraje como práctica: ¿por qué nos cuesta tanto?
Podemos pensar en el coraje como una práctica. Para Kate Swoboda, se trata de un hábito, un músculo que se fortalece cada vez que tomamos una decisión, por más pequeña que nos parezca, en pos de un deseo interno.
En este sentido, el miedo que conlleva la toma de este tipo de decisiones puede trabajar de dos formas: puede ser un inhibidor que nos impida accionar o puede ser un propulsor que nos motive a hacerlo. Como dijo Mahatma Ghandi, “el miedo tiene su uso pero la cobardía no tiene ninguno”. El origen de esta emoción se asocia al instinto de supervivencia que tenemos todos los seres humanos: desde las famosas épocas de las cavernas, el hombre tenía que estar preparado para huir lo más rápido posible frente a una amenaza. Este comportamiento está grabado en nuestra genética y hoy en día, ante diversos estímulos que percibimos como amenazantes (cualquier situación que afecte el status quo de nuestra vida), querámoslo o no, el cuerpo activa su mecanismo de “huir para sobrevivir”.
Así es como se explica por qué cambiar nos cuesta tanto. Señala Swoboda que cuando nos enfrentamos al desafío de elegir un comportamiento nuevo, el cerebro tiende hacia las formas viejas de actuar porque implican una menor cantidad de estrés. Lo familiar y lo conocido denotan un descanso para el cerebro, ya que la red de conexiones neuronales no encuentra sobresaltos ni desafíos: se trata de la famosa “zona de confort”. Pero decía la escritora Anais Nin: «Y llegó el día en que el riesgo que corría por quedarse firme dentro del capullo era más doloroso que el riesgo que corría por florecer».
No arriesgarnos a tomar las decisiones que queremos tomar tiene un costo altísimo. Puede parecer cómodo no jugársela, pero a la larga la falta de valentía nos va corroyendo por dentro, como una lluvia en apariencia inocente que con el tiempo borra los colores de una pintura. Así también nos vamos borrando nosotros mismos, dejando pasar los momentos de poner en juego nuestra maravillosa singularidad, de movernos desde nuestro pulso más vital, desde esa sensación interna que nos pide por favor que simplemente seamos.
Vale mil veces la pena vivir atravesando el miedo que no vivir por miedo.
Lanzarnos a ser. ¿Da miedo? Sí. ¿Asusta? Muchísimo. Para la investigadora en psicología social Brené Brown, no podemos elegir el coraje sin elegir a su vez la vulnerabilidad. Para entrar en contacto con nuestra fuerza tenemos que reconocer nuestros temores. Es desde esta humildad de reconocernos capaces de fallar que nos volvemos más fuertes. Como explica también Hawkins, “nuestra autoestima no disminuye al observar las áreas en que necesitamos mejorar. Somos capaces de admitir que hay problemas sin sentirnos disminuidos. Dedicamos energía, tiempo y esfuerzo a mejorar”.
Ser valiente es tomar de la mano todos los aspectos poco valientes de nuestro ser y emprender camino de todas formas. Es tener la voluntad de seguir un camino desconocido, como dice Kate Swoboda. Es conectar con el corazón, escucharnos y, contra viento y marea, abrir las velas del barco y navegar en las aguas confiando en que sea como sea, llegaremos a buen puerto. “Reconocer que el poder de ser feliz es tuyo”, enfatiza Swoboda. Vivir con coraje es, quizás, animarnos a elegir ser felices.
Lindisimo texto, vulnerabilidad/indecisión a la par del coraje de enfrentar la práctica cotidiana de vivir