Julia Funai, artista y docente, se presenta desde su página web como “mujer, creadora y acuarelista”.
En el taller “Cielos”, sobre la calle Yerbal, en Caballito, Julia Funai pasa los días dedicada a su mayor pasión: pintar, celebrar la tierra de sus ancestros y enseñar técnicas de acuarela con sello propio. Todo eso que viene haciendo con más vigor que nunca desde que descubrió y abrazó su “ikigai” o razón de vivir: poder llegar a otros a través de la creación artística y divulgar las maravillas del mundo japonés.
A sus espaldas, mientras conversamos, puede verse una obra de gran tamaño, “La cascada” (2022), un encargo que le hicieron tiempo atrás y que anduvo viajando de manera itinerante. “Estuvo expuesto en Catamarca y ahora volvió, es figurativo, en los laterales se ven bosques de bambúes, y en el centro una gran cascada. Abajo están los peces koi, los peces carpa. En la mitología japonesa los peces koi, para desovar, remontan la cascada. No todos llegan, pero los que lo hacen llegan a convertirse en dragones, que representan fortaleza, esfuerzo, voluntad”.
La brillante cascada lleva la firma “Funai” –el apellido de Julia de soltera– pero no siempre fue así, porque antes supo firmar 400 obras con su apellido de casada, Nakabuchi, el que le diera su esposo fallecido en 1998.
“El primer mural que hice para el Jardín Japonés tiene una connotación muy especial, porque fue la primera vez que firmé ‘Funai’–detalla la artista–. Cuando falleció mi esposo yo tenía 54 años y empecé a sentir que ya no quería llevar más ese apellido. Fue un proceso largo, había que tener fuerza y ganas de modificar, cambiar, volver a mi identidad, romper con las estructuras y los miedos. Especialmente, los miedos…”.
Otro mural destacado entrega una representación del mítico monte Fuji rodeado de cerezos, un símbolo con el que Julia se identifica y se emociona. “Siento que el monte Fuji me representa porque uno lo ve majestuoso y sereno, pero también sabe que adentro puede haber una gran combustión y que puede explotar en cualquier momento. Yo me he sentido así…”.

«En un momento, la Fundación del Jardín Japonés me otorgó una distinción, ellos siempre me abrieron las puertas, pude exponer varias veces, y en algún momento también me dijeron que el tipo de acuarela que yo hacía no era pintura japonesa tradicional, aquello me quedó dando vueltas».
–¿Cómo era tu vida en los años de casada y qué fue lo que fuiste dejando atrás?
–Después de vivir casi 36 años al lado de una persona por mandato, uno no cambia de un día para el otro y a mí me llevó tiempo. Siempre digo que mujeres valientes hubo siempre, pero yo seguí los preceptos de la época –casarme, ser ama de casa, tener hijos– y tuve una mamá con mucha fuerza, pero bastante autoritaria, y un papá bohemio, muy soñador. Conocí al que sería mi marido, el padre de mis dos hijos, cuando tenía 15 años. Y así como en los años de matrimonio tuve tiempo de leer, pude viajar y conocer otros pueblos y tuve un bienestar económico, que no es poco, también estuve sola, no tenía amigas y el matrimonio fue muy difícil… Ahora trato de quedarme con lo mejor, y lo mejor fue haber tenido hijos maravillosos. Mi marido era 13 años mayor que yo, muy inteligente, pero también muy machista. Muy japonés. Lo conocí cuando era una adolescente y a esa edad creés que sabés todo, pero en realidad no sabés nada. Durante años, yo no podía hablar mucho. Imaginate esta personalidad acallada durante 36 años, ¡tenía que salir por algún lado! Ahora pienso que, si todo lo que viví y me pasó fue para transitar esta otra etapa de mi vida tan feliz, valió la pena.
–¿A qué edad enviudaste y cómo fueron los primeros tiempos?
–Me quedé sola a los 54 años, mis hijos ya estaban grandes y el primer año tuve que acomodarme. Fue difícil porque no tenía amigas ni hobbies, no sabía hacer los trámites del banco, pero de a poco fui aprendiendo, y luego de unos meses de búsqueda para ver qué hacía, encontré mi Ikigai –”razón de vivir”, en japonés–, y me aferré a la pintura. Empecé a asistir a talleres y así fui adquiriendo diferentes técnicas. El primer año pensaba mucho, estudié, me organicé; me fui descubriendo y también empecé a soñar. Mi hija Silvia, que es abogada, venía de tener a su primer bebé, y mi hijo Sergio, que es médico, también se había casado y ahora tiene dos hijos. Hoy tengo cuatro nietos.

“Yo estaba muy sola, no tenía amigas y ahí aparece mi otro yo, que yo digo que heredé de mi mamá: la fortaleza, del desafío de emprender, de decretar y enfrentar la vida. Empecé a pensar que no podía quedarme sola, triste y algo tenía que hacer, ¿pero adónde iba a ir sola? Cuando viviste esperando una orden, y haciendo lo que había que hacer, es difícil determinar solo el camino».
–En aquel primer momento ¿un día fuiste a la peluquería y te cambiaste el look?
–Sí, al mes de quedar viuda, un día estaba charlando con mi nuera y me habló de una peluquería, en Villa Devoto. “Vamos a ir y te van a hacer algo loco en la cabeza”, me dijo y fuimos, me teñí, me hicieron unas mechas, y salimos. Ahora lo tengo mucho más loco, pero en ese momento para mí era un desafío salir a la calle y verme distinta. Ahí empecé a cambiar… Los primeros años todavía seguía siendo un poco rígida y rigurosa, pero después, hará diez años, a partir de los 68, me di cuenta de que si uno es flexible, todo es más fácil. Entendí que la excelencia puede ir de la mano de la flexibilidad. Las dos cosas son importantes.
–Antes de empezar a firmar “Funai”, hiciste un viaje a Japón…
–En 2019, como vi que todavía no estaba tan vieja y que podía andar (se ríe), viajé a Japón. Quería visitar Kumamoto, el lugar donde nació mi padre. Estando allá, por esas cosas de la vida, me contactó por Facebook una persona muy vinculada a la gobernación y me recibió con honores. Gracias a ella pude recorrer los lugares más importantes de la ciudad y me llevaron a un lugar de meditación que no olvidaré jamás, porque ahí descargué todo, pude conectar con mi padre y sentí que yo era definitivamente Funai. Al regresar del viaje, en 2021, decidí firmar mi primer mural con mi apellido. Comenzaba una nueva aventura a esa edad, la de ponerme a pintar murales.
–Hiciste varios y ahora estás cumpliendo ochenta años…
–Sí, y en este último tiempo estuve interiormente convulsionada, porque 80 años no es lo mismo que 40 o 60. Soy leonina, de fuego, pero también tengo mi costado bohemio. Hace un tiempo, decía: “ahora arranco la etapa del ocaso”, pero lo cambié por “arranco la etapa de la dignidad”. Y ahora agregué algo más: “arranco la etapa de la dignidad y del placer”.
–Hace tiempo que venís con el placer igual…
–Jajaja, sí, hace mucho tiempo.
–¿Y qué le dirías a aquellas personas de 70 u 80 años que sienten que, a veces, el cuerpo y el ánimo no acompañan?
–Les contaría, simplemente, lo que he hecho yo. Les diría que todos los días hablen consigo mismos, porque todo está en uno. El pájaro azul está dentro de uno. Nadie te lo va a dar, uno tiene que encontrarlo y determinar y decretar ciertas cosas. Yo decreté que iba a ser atemporal, que debía acompañar esa “atemporalidad”, y me propuse estar bien. El año pasado, por ejemplo, tuve que dar una clase en la Universidad de las Artes, y al llegar a ese edificio antiguo me costó mucho subir las escalinatas. Al volver, empecé a reflexionar. Los domingos desayuno afuera y dedico ese rato a reflexionar. ¿Y qué reflexiono? Lo que me pasó en la semana, cómo voy a programar la siguiente, y me dije: “Algo tengo que hacer o voy a terminar sin poder moverme”. Se lo comenté a mi representante, un chico joven, que me dijo: “Ah, ya mismo llamo a un amigo que es preparador físico”. Esto fue en noviembre del año pasado, y al año siguiente vino y hoy es mi profe de gimnasia. Ahora no subo uno sino los cinco pisos de mi casa y esta semana agregamos aerobics y coordinación mental. Cuando terminamos la rutina, le pregunté: «¿Y cómo se llama esto que hicimos?». Él respondíó: “No tiene nombre. Bueno, lo vamos a llamar ‘Triatlón Julia’”.

«Yo amo desde siempre la acuarela por la transparencia, la delicadeza, el agua, trabajar con el agua es vida, es muy gratificante. Y en un momento decidí trabajar con otros materiales y técnicas para que mi acuarela luzca más. Cuando ven mi pintura, algunos preguntan, ¿pero esto es acuarela? Y sí, es una acuarela que tiene una textura, un volumen y una luz especial».
–Y si yo te digo la palabra renacer, ¿qué me decís?
–Y… yo, la verdad, renazco todos los días. Me levanto todos los días muy contenta, con proyectos, y trato de hacer lo mejor que puedo cada día. En especial, con lo que tiene que ver con los vínculos. Estar conectados con otros, eso es lo más valioso que tenemos. ¿Mis hijos? Sergio vive a tres cuadras y escribe poesía, es poeta. Y mi hija… si yo tengo esta vitalidad y esta juventud es gracias a mi hija, que me ha ayudado mucho. Tengo mi equipo de marketing y he aprendido un poco de tecnología, hoy puedo hacer un vivo, me puedo filmar. Hicimos una escuela digital para la enseñanza de acuarela que es única en Argentina, y eso me permite ayudar a la distancia a mucha gente. Tiene plataforma propia y una duración de un año.
–Julia, ¿hay algún vocablo o concepto de la filosofía y espiritualidad oriental que quieras compartir?
–En realidad, fui bautizada como católica apostólica romana y aunque no soy practicante, les rezo a Jesús y a la Virgen María. Jesús es muy importante para mí, es mi sostén. Además, me gusta la filosofía oriental, el estilo de vida y los principios del japonés. Evidentemente, tengo genes y aprendí a darle lugar a eso. Me gustaría mencionar el vacío, porque ahí hay una gran diferencia: para Occidente, el vacío es la nada, mientras que para Oriente, en el vacío está la esencia de las cosas. Cuando yo pinto siempre dejo un lugar, una luz donde cada uno pondrá lo que siente o algo que quiera preservar. Y si tuviera que mencionar tres vocablos que rigen mis cosas y mi pintura, diría que uno es “wabi”, que remite a la sobriedad como valor –en la decoración, en la forma de vestir, en la arquitectura, en la cocina, en la vajilla–, y también lo aplico a la pintura. El otro concepto es “mono no aware”, que significa “la sensación producida por las cosas”, como puede ser una planta, o lo que lo rodea, la consciencia de eso que nos rodea, eso tan fugaz. Y ahí está entonces la tercera palabra, “utsuroi”, fugacidad, porque para el japonés lo bueno es fugaz, lo malo es fugaz, la vida es fugaz. Ellos no hablan de la belleza de una flor sino de “una flor bella” y yo digo que mediante la pintura logramos eternizar, justamente, la belleza de un momento. Me despido con un poema que representaría la fugacidad para el mundo japonés. Dice así:
En la aletargada
y luminosa tarde
de un día de primavera
sin haber aquietado tu corazón
oh flor ya te caes
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