La mente como un jardín y la práctica de autocultivarnos

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Hubo un día en que el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, conocido por obras como La sociedad del cansancio y La salvación de lo bello, necesitó de la tierra. Algo en este hombre pensante, ensayista, anheló acercarse a la base de la vida humana. 

La palabra hombre proviene del latín homo u hominis, y comparte la raíz etimológica con humus, que significa tierra o barro. En la mitología griega, por ejemplo, la creación de la primera mujer, Pandora, fue a partir de arcilla. También la religión judeocristiana señala en el Génesis, que “modeló Yavé al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado”. 

Volviendo a Han, podemos imaginar que algo de todo esto, un ansia por conectar con lo humano, se sacudió dentro de sí como un llamado de espíritu. Lo cierto es que él lo nombra como una “profunda añoranza”, una “aguda necesidad”. El filósofo moderno se dedicó entonces a cuidar durante tres años de un jardín en Alemania, su país de residencia. 

En el libro Loa a la tierra [Herder], Han relata en una mezcla de crónica y diario íntimo, su experiencia como cuidador del jardín. Dice: “El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio”. 

En el contacto con las plantas, Han experimentó otro tiempo, opuesto al que prevalece hoy en muchas regiones del mundo, marcado por la velocidad, la inmediatez y la urgencia. El tiempo del jardín, “es un tiempo de lo distinto”, dice; precisa paciencia, capacidad de observar y esperar y requiere, además, de trabajo y amor. Una meditación silenciosa. Si continuamos con los juegos de palabras, meditar en sánscrito, significa autocultivarse. 

Diversos autores utilizan la metáfora del cuidado del jardín para explicar la práctica de la autotransformación. El monje vietnamita y maestro zen Thich Natch Hahn, escribe en su libro Comprender nuestra mente [Kairós] que “nuestra mente es un campo en el que están sembradas toda clase de semillas: semillas de compasión, alegría y esperanza, semillas de dolor, miedo y penurias”. Cada día, las regamos a través de nuestros pensamientos, palabras y acciones. Aquellas que reguemos con mayor atención, serán las que florecerán. “Que seamos felices o no depende de las semillas de nuestra conciencia”, concluye.

“El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio”.

Del libro Loa a la tierra, de Byung-Chul Han

También Joe Dispenza, bioquímico y escritor de Deja de ser tú, la mente crea la realidad [Urano], describe: “Cuando cultivamos un campo, sacamos la tierra apelmazada que ha estado en barbecho y la removemos con una pala u otra herramienta. Añadimos tierra y nutrientes ‘nuevos’ para que las semillas germinen y los retoños arraiguen con más facilidad. Para cultivar la tierra, también es necesario arrancar las plantas de la temporada anterior, ocuparse de las malas hierbas que crecen sin que nos demos cuenta y sacar las piedras que salen a la superficie con un rastrillo”. 

A la hora de querer cambiar, las plantas de temporadas anteriores se comparan con creaciones pasadas, las malas hierbas simbolizan actitudes o percepciones poco constructivas, y las piedras representan los obstáculos y las limitaciones a las que nos enfrentamos. Si queremos transformarnos, dice Dispenza, es importante que nos preparemos, ya que “si plantas un jardín o un huerto sin preparar la tierra, te dará muy poco fruto”. 

¿Cuánto nos ocupamos de autocultivarnos? ¿Cuán claro es para nosotros que todo lo que pensamos, decimos y hacemos constituye la calidad de nuestra vida y el bienestar tanto propio como de quienes nos rodean? 

Para clarificar esta idea, Thich Nhat Hanh personifica a nuestra consciencia como el jardinero que cuida de la tierra (nuestra mente): es quien se ocupa de sembrar y de regar, de identificar cada semilla y ayudar a que crezcan las más deseadas. “La flor del despertar, de la comprensión y del amor”, dice, “es un regalo del jardín. El jardinero solo debe cuidar adecuadamente del jardín para dar a la flor la oportunidad de crecer”. 

Así como el trabajo de jardinería comprende de diferentes ciclos y etapas, lo mismo podemos pensar en relación a nosotros mismos. Al emprender el camino de la autotransformación como forma de vida, nos enfrentaremos a distintos períodos: períodos de aridez donde nada crece y todo parece perdido y períodos donde lo que hemos tenido el cuidado de regar florecerá como hacen los pimpollos en primavera. 

Cuidar nuestro jardín es un trabajo que requiere muchísima atención y voluntad, paciencia y constancia, y, también, mucha valentía. 

Cuenta Han lo siguiente: “Por primera vez en mi vida he cavado en el suelo. Cavé hondo con la pala en la tierra. La tierra gris y arenosa que entonces salía me resultaba extraña, incluso casi siniestra. Su misteriosa gravedad me causaba asombro. Al cavar topaba con muchas raíces que, sin embargo, yo no podía asignar a ninguna planta ni a ningún árbol en la cercanía. Así pues, ahí abajo había una vida misteriosa que hasta entonces yo desconocía”. 

“Nuestra mente es un campo en el que están sembradas toda clase de semillas: semillas de compasión, alegría y esperanza, semillas de dolor, miedo y penurias”.

Thich Nhat Hanh

Así de insondables somos nosotros: trabajar en uno mismo implica involucrarse con la profundidad, con nuestras zonas desconocidas e incluso nuestras sombras. “Cavar” dentro nuestro, buscar las raíces que constituyen las personas que somos, requiere de coraje y humildad. Y así como cada planta tiene sus tiempos de crecimiento, también cada persona crece a su ritmo.

Hacia la mitad del libro, con la llegada de la primavera, Han escribe: “De las ramas que parecían del todo muertas despierta en primavera una nueva vida. Del muñón muerto vuelve a brotar un fresco verde. Me pregunto por qué al hombre no le es concedido este asombroso milagro. Él envejece y muere. Él no tiene primavera, no despierta de nuevo. Se marchita y se pudre. Está condenado a este destino triste y en realidad insoportable. En esto envidio mucho a las plantas, que siempre se renuevan, se revivifican, rejuvenecen. Siempre hay un nuevo comienzo. ¿Por qué al hombre no se le concede?”

Podemos, aprovechando que el filósofo expone su idea a modo de pregunta, animarnos a discernir. ¿Acaso el humano no re-florece? ¿Acaso no tenemos la capacidad de transformarnos a partir del dolor, de renacer como seres nuevos, más despiertos y conectados con la vida, a raíz de transitar distintas experiencias?

Se pregunta Henry David Thoreau en su libro Walden, una vida en los bosques [Ediciones Perdidas]: “¿cuál es la razón por la cual el hombre se ha arraigado a la tierra, sino para poder elevarse hacia los cielos en la misma proporción?”

Para Thoreau, la condición de la experiencia humana es una oportunidad de conectarnos con lo Divino. Desde nuestra condición terrenal, la invitación es a expandirnos, a reencontrarnos con nuestra esencia siguiendo el susurro de nuestra alma, como quien sigue el crecimiento de un brote que emerge de la profundidad de la tierra y apunta hacia el cielo.

En un ciclo de muerte y resurrección constante, como el de las mismas plantas que al compostar la tierra la vuelven fértil, no solo podemos sacar brotes nuevos de nuestro tronco viejo, sino que tenemos la capacidad de florecer en invierno, primavera, otoño o verano. 

“No hace falta ser un soñador para ver flores en invierno”, anota Han cuando observa florecer al jazmín invernal y al cerezo de flor en medio de las heladas y la nieve. 

Quizás no haga falta soñar en la transformación, sino que sea realmente posible. Buscar comprendernos a nosotros mismos es de las tareas más fascinantes que podemos emprender. Cuanto más nos conozcamos y reconozcamos, cuanto más atentos y dedicados estemos al trabajo y cuidado de nuestro jardín interior, más nos acercamos a una vida serena, de mayor plenitud, confianza y felicidad.

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