La rueda de los meses

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Nos vamos a desear felicidad, vamos a confeccionar, ya sea por escrito o mentalmente, nuestra lista de propósitos, esos que esta vez cumpliremos sí o sí. Vamos a consultar horóscopos chinos, occidentales, persas y mayas, vamos a preguntarle al péndulo. Vamos a brindar, vamos a prometer vernos más seguido durante los próximos doce meses. Nos mostraremos decididos a bajar de peso, a dejar de fumar (quienes aún fumaran), a ordenar el placar, a leer esos libros que se acumularon vírgenes, a hacer trabajo solidario en alguna ONG, y a tantas cosas más que ya nos propusimos alguna vez y que, en el caso de no haber cumplido (todo no se puede), nos habrán dejado un resabio de culpa que queremos eliminar ahora.

Cada doce meses, en estas fechas, eso se repite o, si empezó el año, ya se repitió, y la rueda de los meses sigue su marcha. Es la época de los rituales. El filósofo coreano Byung-Chul Han (formado y residente en Alemania) señala en su libro La desaparición de los rituales que estos «se pueden definir como formas simbólicas de instalación en un hogar». Advierte que los rituales significan en el tiempo lo mismo que las viviendas en el espacio. Es decir, un indicador de pertenencia. 

Ritual proviene del latín ritus, que significa pertenencia, y originalmente definía una serie de actividades religiosas que se repetían periódicamente. Los rituales que instalamos en nuestra vida transforman el mundo, dice Han, en un lugar confiable y hacen habitable el tiempo. Más allá de que finalmente cumplamos o no nuestras habituales promesas y propósitos de fin de año, el solo hecho de que cada 31 de diciembre nos encontremos nuevamente brindando, festejando, deseando y prometiendo nos certifica que seguimos vivos. Aquí estamos otra vez, un año más viejos, sí, pero respirando, prometiendo y habiendo cumplido por completo una nueva vuelta en la rueda de la vida.

El vuelo del águila

La médica suiza Elisabeth Kübler-Ross (1926-2004), que dedicó su vida a aliviar el sufrimiento humano acompañando y cuidando a enfermos terminales y aprendiendo en ese proceso las verdades más profundas de la existencia, tituló sus memorias (un libro conmovedor e iluminador) precisamente con ese titulo: La rueda de la vida. Ese camino circular, dice, está signado por cuatro animales. El ratón (la infancia), que, animado y juguetón, va siempre delante de los demás. El oso (los primeros años de la adultez), al que le encanta hibernar cómodamente y reírse de las travesuras del ratón. El búfalo (la madurez plena), al que le gusta recorrer la pradera, recordar su vida y desprenderse de su carga para volar como un águila. Y, precisamente, el águila (los años finales), que sobrevuela el mundo y desde allí anima a quienes están abajo a que miren hacia las alturas.

A medida que vamos repitiendo los rituales de cada final de año, nuestra piel cambia y pasa de la de uno de estos animales a la de otro. Si comprendemos el valor de experimentar la vida como cada uno de ellos, más que temer al paso del tiempo, podremos finalmente convertirnos en águilas con una visión amplia y comprensiva de la existencia. El camino que nos va transformando de ratones en águilas con los pasajes por el oso y el búfalo está hecho, y no puede ser de otro modo, de comienzos y finales, de cierres y aperturas. La vida no es una línea recta e ininterrumpida, sino una serie de ciclos. Así funciona nuestra respiración (base de la vida), con un tiempo de aspiración y otro de exhalación. Así funciona nuestro corazón, con su sístole y su diástole. Así funciona la Naturaleza, con sus estaciones. Así funcionan los astros, con el giro anual del Sol y el mensual de la Luna. Y así se suceden el día y la noche.

Nuestros rituales (finales de año, cumpleaños, conmemoraciones, encuentros cíclicos) dan consistencia y significación al tiempo. Eso es particularmente importante hoy, cuando habitamos lo que el pensador polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) bautizó como «tiempo líquido». Tiempo sin consistencia, que fluye a toda velocidad sin consolidarse, sin dejar huellas, realizaciones ni memoria. Un tiempo acelerado, que nos aliena, nos exige correr más rápido que nuestros pensamientos y nuestras piernas, aunque no sepamos a dónde ni para qué. Tiempo que no permita preguntarnos a nosotros mismos para qué vivimos, qué es aquello a través de lo cual nuestra vida manifiesta su sentido.

Volver al tiempo sólido

Devoramos el tiempo en lugar de vivirlo. Lo concebimos en función de producir y consumir, subraya Byung-Chul Han. Ninguna de las dos cosas admite pausa, reflexión, contemplación. No hay paciencia para los procesos y mucho menos para la repetición. Todo ritual es repetición, lo que va a contramano de una cultura que exige novedad, tras novedad, tras novedad. En la que lo nuevo es un valor en sí, sin que importe su valía o su trascendencia. La palabra innovación se repite hasta el cansancio. Está prohibido volver, reparar, repetir. «La repetición hace que la atención se estabilice y se haga más profunda», escribe Han. Y agrega que los rituales hacen más duradera la vida. Esto ocurre porque reinstalan el tiempo sólido. El ritual no puede repetirse de inmediato. En el caso del que hablamos hay que esperar un año, transcurrirlo, vivirlo, atravesando sus peripecias. Ocurre con los cumpleaños, no se puede cumplir cada seis meses, hay que completar el ciclo. Y así con todos los rituales. La actual presión para producir e innovar, insiste el filósofo coreano, destruye intencionalmente la durabilidad de las cosas y de los procesos para obligar a consumir más. Y más rápido. «Demorarse en algo, sin embargo, presupone cosas que duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y consumir las cosas», escribe Han. 

Los rituales reviven la espera, ese lapso en el que florece la imaginación, se ahondan las emociones, se ejercita el músculo de la memoria. Y, además, producen el efecto de comunidad, ese fenómeno de comunicación profunda, emocional, sin palabras, tan lejano y opuesto a la fiebre de conexión que hoy infecta el mundo, produciendo contactos seriales y epidérmicos, sin verdadera presencia del otro, del prójimo.

En cada final de año, la rueda de la vida vuelve a pasar por ese lugar en el que, al revalidar encuentros, deseos y propósitos, cumplimos el ritual que nos confirma vivos, en camino hacia el vuelo del águila.

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