La vida sin vidrieras

por

Por Victoria Llorente

No me acuerdo del día exacto en que decidimos irnos a vivir al campo. Pero de lo que no me olvido más es del momento en que llegamos y mi cabeza me dijo: «¿En qué momento pensaste que este plan era buena idea?”. Durante más de 25 años, mis pies habían andado sobre el cemento caliente de la calle Juncal, habían cruzado incontables veces la avenida 9 de julio y trepado ascensores con rejas, sin rejas, con puertas automáticas y sin ellas. Ese abril de 2012, con un otoño incipiente que se anunciaba con árboles amarillos y colores ocre, no sabía que iba a empezar a caminar aquel otro suelo durante casi una década. En algún lugar de mi inconsciente (y en los planes mucho más claros de mi pareja), sabía que esto podía pasar. Pero una cosa era pensarlo, y otra, bastante más diferente, era hacerla realidad. 

Aquel paisaje que se mostraba romántico y lleno de ruidos de pájaros, era todo lo contrario a lo que pasaba por mi mente ruidosa, que aún seguía el dictado del ritmo de la ciudad. Veía verde por todos lados, amaneceres de principio a fin, lunas enormes y lunas nuevas y las horas eran horas enteras. El tiempo volvía, de a poco, a ser tiempo de verdad. Si acaso alguna vez lo había conocido. Pero en ese tiempo real también se coló un silencio espantosamente aturdidor y no pude evitar decirlo en voz alta. “Nos volvemos”, me dijo mi marido a tres semanas de haber aterrizado. “Si estás así, pegamos la vuelta…”.

Necesité saber que podía volver para elegir de verdad este otro lugar y poner mis pies ahí. De a poco empecé a rearmar mis rutinas con otro paisaje de fondo. Desaparecieron los carteles luminosos y las vidrieras que pedían a gritos que entrara. A los pocos meses de estar allá empecé a olvidarme la billetera en casa. No solo porque todavía existía el bendito fiado, sino porque no había nada que me invitara a comprar. Sobre la avenida más grande de ese terreno arenoso del oeste solo había alambrados que no ofrecían más que un límite entre un lote y el otro.

Empecé a disfrutar de este nuevo piso que, en realidad, no era tan nuevo: yo también había vivido en el campo hasta los 5. Llegaron nuestros primeros dos cachorros de boyeros de Berna, Duma y Simba, y ahí empecé a vislumbrar todo lo que iba a venir más tarde. Con nuestros perros algo cambió de lugar, y ese algo también me cambió a mí: había dos seres que nos esperaban cada vez que volvíamos. Creo que ahí empezó mi idilio con mi nueva vida en el campo. Con mi regreso, en realidad, al primer piso que me había visto crecer.  

La vida lejos de la ciudad me hizo olvidar de muchas cosas (solo cosas) que creía indispensables. Me acostumbré a no elegir marcas en el supermercado (¡porque era lo que había!) y estar bien así también. Extrañé, y aún lo extraño, frenar en alguna esquina de la ciudad para comprarme un café y seguir andando. Aprendí que la radio, estando lejos de las grandes ciudades, sigue siendo una gran herramienta para la vida diaria. Las llaves que perdía alguien del pueblo se encontraban en la radio; los cumpleaños de algún conocido se celebraban por ahí; los anuncios de las tormentas están en esa frecuencia que alcanzaba la radio de mi auto. Hasta diría que descubrí el encanto de leer el diario por ese medio todas la mañanas. 

Se fueron alineando los astros y al año siguiente de nuestra llegada nació nuestra primera bebé. Con ella también llegó la huerta, que empezó como una excusa para no tener que salir al pueblo a comprar verdura, y se transformó en el reflejo más perfecto de mi maternidad incipiente. Cuidar, sembrar, regar, cosechar se transformaron en los verbos que más usé durante esos primeros años en el campo. Criar y escribir, también.

El clima pasó a ser un factor de buenos o malos humores. De él dependía para poder celebrar cumpleaños, sembrar la huerta, salir de compras o hasta ir al médico. De él dependía para tener (o no) un rato para mí. El cielo dictó, desde el primer momento, nuestros pasos de cada día. Siempre pienso que fue mi mejor maestro para entender que los planes pueden cambiar, aunque no siempre fui la alumna perfecta.

En 2014 llegó nuestra segunda hija y pasamos a ser seis (nosotros dos, ellas dos y nuestros perros). Armamos algo lindo por allá, lejos del ir y venir de la avenida 9 de julio, pero viajábamos cada vez que podíamos para seguir estando presentes en momentos importantes de nuestras familias y amigos. “¿La gente vive una arriba de la otra?”, me preguntó un día Tania, cuando tenía 4, mientras miraba los edificios de la calle Carlos Pellegrini. “¿Podemos subirnos a esos autos amarillos y negros, mamá?”, dijo la mayor, que tenía un año más. Me parecía increíble que algo que había sido parte de mi cotidianeidad, para ellas era toda una novedad. Me sigue gustando volver con ellas porque les gusta y disfrutan de ese ajetreo tan de Buenos Aires. Pero también se aturden y quieren volver. Miran, escuchan, huelen, tocan. Caminan y quieren saber por qué los perros van atados y quién riega las flores de las veredas. Todo preguntan y todo lo quieren,

En 2018 nació nuestra tercer hija. Ya sabíamos, los dos, que el tiempo de la partida apremiaba a medida que las dos mayores iban creciendo. Queríamos ofrecerles una educación que la vida en el campo no les iba a poder dar. Al menos, no la educación que teníamos en mente. Una de las cosas más lindas que habíamos logrado, sin saberlo, era alejarlas de la locura del consumo. No había vidrieras, no había carteles, pero tampoco veíamos televisión por aire. Ergo: no había publicidades. “¿Podemos comprar esa mermelada que veo en las preparandas de la tele de Sofi?”, me comentó la mayor una tarde. Un día vi la preparanda de la que me hablaba: la mermelada parecía recién salida de la olla de la cocina de mi abuela y cuando la actriz untaba la galletita se mezclaba con una manteca perfecta. Entonces fuimos al supermercado juntas, ella encontró la bendita mermelada de frambuesas y, por primera vez en sus casi 6 años, cayó en las garras engañosas de la publicidad. Nunca me había dado cuenta, hasta ese momento, que las chicas no veían televisión que tuviera pauta. Eso, sumado a no tener vidrieras ni carteles a mano, las había sacado, sin querer, del círculo de consumo.

La pandemia de 2020 nos dio unos meses de changüí antes de instalarnos a vivir en la ciudad de Lincoln, a 70 kilómetros de aquel primer hogar, desde donde escribo hoy. Siempre digo que haber vivido en el campo fue un poco como estar en una isla: no éramos del pueblo, pero tampoco éramos de la ciudad

Al principio nos preguntaban mucho cuándo íbamos a volver. «¿Adónde?», respondíamos nosotros. Nuestras hijas aprendieron a caminar entre ovejas, gatos, perros y gallinas. Aprendieron a vivir a su manera, que es la única que conocieron. No fue todo lindo, no fue todo románticamente bucólico, pero si hay algo que puedo decir de aquella década es que hubo tiempo. Del bueno. Del no apurado, como dice María Elena Walsh. Ese en que cada hora tiene 60 minutos y cada minuto, 60 segundos. Y cada vez que volvemos a ese piso que las vio caminar por primera vez, volvemos a entender que a veces solo hace falta un pequeño atisbo de intuición (¡y de tirarse a la pileta también!) para llegar a un lugar donde podemos echar raíces.

La autora vivió desde 2012 hasta octubre de 2020 en el campo, a 10 km de la Roberts, pcia. de Buenos Aires. Desde entonces vive con su familia y sus dos perras -fallecieron los perros que menciona en el texto- en la ciudad de Lincoln.

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