Glennon Doyle: «¿Tendremos el valor de abrir nuestros cerrojos?»

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Nunca desaparecí del todo. Mi chispa siempre estuvo dentro de mí, latente. Pero les aseguro que la creí extinta durante mucho tiempo. La bulimia de mi infancia mudó en alcoholismo y consumo de drogas, y permanecí embotada durante dieciséis años. Más tarde, a los veintiséis, me quedé embarazada y dejé de consumir. La abstinencia fue el prado en el que empecé a recordar mi naturaleza salvaje.

Sucedió de la manera siguiente: empecé a construir la clase de vida que en teoría deben construir las mujeres. Me convertí en una buena esposa, madre, hija, cristiana, ciudadana, escritora, mujer. Sin embargo, mientras preparaba almuerzos para el cole, escribía libros testimoniales, me apresuraba por los aeropuertos, charlaba de trivialidades con las vecinas y sacaba adelante mi vida exterior, notaba un desasosiego eléctrico que zumbaba dentro de mí. Era como un trueno constante que vibrara allí mismo, a flor de piel: un trueno hecho de alegría, dolor, rabia, anhelo y un amor demasiado profundo, hirviente y tierno para este mundo. Se me antojaba como agua muy caliente que amenazase siempre con romper a hervir.

Sentía miedo de lo que había dentro de mí. Me parecía tan poderoso como para destruir hasta el último pedazo de la maravillosa vida que había construido. Algo parecido a que nunca me sienta segura en un balcón, porque ¿y si salto?

No pasa nada, me decía. Siempre y cuando mantenga mis sensaciones internas a buen recaudo, mi gente y yo seguiremos a salvo. Me sorprendía que me resultase tan fácil. Llevaba dentro una tormenta eléctrica, agua al borde de la ebullición, oro y rojo vivo, pero me bastaba con sonreír y asentir para que el mundo me tomara por apacible azul. En ocasiones me preguntaba si acaso yo no sería la única que usaba su piel para contenerse. Puede que todas fuéramos fuego envuelto en piel, aunque aparentásemos frialdad.

Mi punto de ebullición fue el instante en que Abby cruzó aquel umbral, La miré y ya no pude contenerme. Perdí el control. Turbulentas burbujas de oro y rojo vivo hechas de dolor, amor y anhelo me inundaron, me pusieron de pie, abrieron mis brazos de par en par según insistían: es ella.

Durante mucho tiempo consideré lo sucedido aquel día como una especie de cuento de hadas. Pensé que el cielo me sopló las palabras “es ella”. Ahora sé que venían de mi interior. Ese revuelo salvaje que llevaba tanto tiempo bullendo en mí y que después se tradujo en palabras y me levantó era yo. La voz que por fin escuché aquel día era la mía —era la niña a la que encerré cuando tenía diez años, la chica que yo era antes de que el mundo me dijera quién debía ser— y declaró: “Aquí estoy. A partir de ahora yo me hago cargo”.

Durante la infancia, sentía lo que necesitaba sentir, me dejaba llevar por mis instintos y solamente hacía planes a partir de la imaginación. Fui salvaje hasta que la vergüenza me domesticó. Hasta que empecé a esconderme y adormecer mis sentimientos por miedo a resultar excesiva. Hasta que empecé a dejarme guiar por el consejo ajeno en lugar de confiar en mi propia intuición. Hasta que me convencí de que mi imaginación era absurda y mis deseos, egoístas. Hasta que me sometí a las jaulas de las expectativas ajenas, de los imperativos culturales y de las lealtades institucionales. Hasta que enterré a la persona que era con el fin de convertirme en la que debía ser. Me perdí a mí misma cuando aprendí a complacer.

La abstinencia fue mi concienzuda resurrección. Fue mi regreso a la naturaleza. Fue un largo acto de recordar. Fue darme cuenta de que la ardiente tormenta eléctrica cuyo chisporroteo notaba dentro era yo tratando de llamar mi atención, suplicándome que recordase, insistiendo: “Sigo aquí”.

Así que por fin abrí el candado y la desaté. Liberé mi hermoso, revoltoso y auténtico yo salvaje. Tenía razón acerca de su poder. Era demasiado grande para la vida que yo llevaba, así que la desmantelé pieza a pieza, sistemáticamente.

A continuación me construí una vida propia.

Lo hice resucitando esas partes de mí que había aprendido a mirar con desconfianza, a ocultar y abandonar para que el resto el mundo se sintiera cómodo:

Mis emociones

Mi intuición

Mi imaginación

Mi valor

Esas son las llaves de la libertad.

Todo eso somos nosotras.

¿Tendremos el valor de abrir nuestros cerrojos?

¿Tendremos el valor de liberarnos?

¿Saldremos por fin de nuestras jaulas y nos diremos a nosotras mismas, a nuestra gente y al mundo: “Aquí estoy”?

Llaves

Llaves, fragmento del ibro Indomable (Urano), de la escritora estadounidense Glennon Doyle.

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