En una hoja de papel escribimos algunas palabras. Las releemos, no nos gustan. Hacemos del papel un bollo, el bollo lo tiramos al tacho, y tiramos así, también, cualquier intento de escribir.
O quizás nos pase tejiendo: empezamos esa bufanda de colores, vamos lento. Hacemos una, dos, tres líneas y se nos escapan uno, dos, tres puntos. Pensamos que, seguramente, tejer no sea para nosotros. Lo mismo con un instrumento: nos llama la atención, nos encanta su sonido, pero… ¿cómo llegar a ejecutar alguna nota? Lo creemos imposible y ahogamos entonces las ganas de aprender a tocar.
Los ejemplos son infinitos. Muchas veces desistimos de hacer algo que “nos llama” porque no soportamos la idea de fracasar. Olvidamos que aprender es el fin máximo y, agobiados por los “imposibles”, ignoramos la belleza de su opuesto: la posibilidad del intento.
A continuación, compartimos algunas historias que nos invitan a creer, y a convertir el “intentar” en un gesto de fe, perseverancia e infinito amor.
Una lapicera que se convierte en varita mágica
En una servilleta de papel, unas pocas palabras empiezan a componer una historia. El nombre “Harry” se imprime en tinta y caligrafía desprolija. Aparece un amigo incondicional, una amiga inteligente. Aparece la magia, la hechicería y una escuela de magos. Aparece, a fin de cuentas, el principio de una historia que cambiará el rumbo de la literatura juvenil.
Joanne Rowling no tenía trabajo, vivía de pensiones del Estado y cuidaba de su hija sin ayuda del padre. “Bajo todos los estándares usuales, yo era el mayor fracaso que conocía”, dijo años después la autora, en un discurso en la Universidad de Harvard, Estados Unidos. “No voy a decirles que el fracaso es divertido. Ese periodo de mi vida fue oscuro (…) no tenía ni idea cuánto iba a extenderse, y por mucho tiempo, cualquier idea de una luz al final del túnel era más una esperanza que una realidad”.
Esa oscuridad se convirtió, sin embargo, en la oportunidad de su vida: envuelta en la sensación de fracaso, Rowling entendió que ya no tenía nada que perder, y decidió concentrar todas sus energías en el único proyecto que, en su fuero interno, aún le daba sentido a su vida. “El fracaso significaba una eliminación de lo no esencial (…) Me sentí libre porque mi mayor miedo se había hecho realidad y todavía estaba viva, todavía tenía una hija a la que adoraba y tenía una vieja máquina de escribir y una gran idea. Así fue que tocar fondo se convirtió en la sólida base sobre la que reconstruí mi vida”, dijo.
Rowling tardó seis años en escribir “Harry Potter y la piedra filosofal”, el primer libro de la exitosa saga que conocemos hoy. En un principio, la historia de los jóvenes aprendices magos no parecía seducir a nadie: antes de ser aceptado, el manuscrito fue rechazado por doce editoriales. Pero no se dio por vencida, y lo siguió presentando, hasta que finalmente el texto fue acogido. (Una curiosidad: la autora tomó la sugerencia de la editorial de publicar bajo el nombre “J.K. Rowling” para disimular que se trataba de una escritora mujer, lo cual podría disminuir el interés en el libro).
El resto ya lo sabemos: las historias de Harry Potter fueron una revolución. Abrieron una ventana en el ámbito literario, que encontró un nicho de adolescentes interesados en la lectura, y cada uno de los libros fue adaptado para cine. La saga le devolvió la magia a un mundo tal vez escéptico y desencantado, y Rowling se convirtió en la escritora mejor paga de todos los tiempos.
“Lo que logramos internamente cambiará nuestra realidad externa”, dijo la escritora citando al autor griego Plutarco. Convicción, imaginación y la certeza de que, aunque todo parezca perdido, siempre existe una chispa de esperanza para volver a intentar.
Harry Potter, la historia creada por J. K. Rowling, fue rechazada inicialmente, pero luego revolucionó el mercado literario y cinematográfico.
Un ratón que hace sonreír a niños y adultos
El pequeño Walt era uno de cinco hermanos. Nació en 1901, y desde temprana edad trabajó para ayudar a su familia, que vivía en situación de pobreza: repartía el diario de madrugada antes de entrar a la escuela, vendía golosinas en el tren, y dibujos que pintaba a mano para sus vecinos. En los exámenes, sacaba muy malas notas porque se quedaba dormido en clase, aunque su interés por las materias era, de todas formas, escaso.
La obsesión de Walt, era dibujar. De adulto, consiguió un trabajo en el diario local del cual fue despedido por “falta de imaginación y buenas ideas”. Siguió una etapa de búsqueda laboral hasta que decidió crear una empresa de dibujos animados junto a su hermano Ron. Pese a la popularidad que ganaron las caricaturas, la empresa no se sostuvo económicamente y quebró. Con cuarenta dólares en el bolsillo, viviendo de latas de arvejas, Walt probó suerte como actor en Hollywood. Tampoco le fue bien.
La serie de tropiezos continuó, con más de una crisis económica. Pero Walt creía profundamente en el arte y en su sueño de ser artista, y continuó trabajando sin ceder al desánimo. En 1928, llevó a la pantalla grande el cortometraje animado “El barco de vapor Willie”, introduciendo al ratón Mickey. El corto fue un éxito y su personaje principal enamoró al público.
A lo largo de toda su vida, pese al éxito y al rechazo, Walt Disney siempre continuó intentando. Su proyecto para crear Disneylandia, siendo él ya reconocido, fue rechazado más de 300 veces por distintos bancos y entidades financieras. Cumplir con su visión de crear “el lugar más feliz del mundo” no fue fácil, pero finalmente Disneylandia abrió sus puertas en julio de 1955, convirtiéndose en el primer parque temático del mundo.
Optimista, talentoso, Walt Disney nunca dejó torcer sus ideas por los fracasos. Siguió apostando sin respiro a sus sueños y llegó a ganar 22 premios Oscar, manteniendo hasta el día de hoy, el récord en cantidad de nominaciones y premios obtenidos.
El dibujante Walt Disney y su emblemático Mickey Mouse, la criatura que por fin marcó su camino luego de múltiples fracasos.
¿Qué podemos aprender de ellos?
Joanne Rowling y Walt Disney son solo dos, de los tantos que personifican la belleza del intento.
Para dar otros ejemplos podemos mencionar a Rupi Kaur, quien convirtió el dolor de su traumática infancia, marcada por el abuso, en poesía, y es actualmente una de las jóvenes poetas contemporáneas más reconocidas a nivel mundial.
También Nadia Ghulam, hoy escritora y conferencista, que a los once años adoptó la identidad de su hermano, fallecido en un bombardeo en la ciudad de Kabul, para poder estudiar y trabajar en un país donde las mujeres no accedían a ninguna oportunidad de progreso.
Steven Spielberg, uno de los mejores directores de cine del mundo, fue rechazado tres veces por la Universidad del Sur de California, donde quería estudiar Artes Cinematográficas.
En el ámbito de la ciencia, podemos destacar a Albert Einstein, que comenzó a hablar recién a los cuatro años y quien, según sus maestras, “no llegaría a mucho”.
Por último, Oprah Winfrey; pese a ser criticada por el color de su piel, su cuerpo y su forma “demasiado emotiva” de expresarse, se convirtió en una exitosa conductora de televisión. “Cada decisión, cada fracaso o triunfo, es una oportunidad para identificar las semillas de la verdad que te convierten en el maravilloso ser humano que eres”, ha dicho Winfrey.
Estos casos, marcados por intentar una y otra vez, nos animan a ampliar nuestro abanico de posibilidades. Aunque no busquemos abrir el parque temático más grande del mundo, ni queramos aparecer en la televisión, son historias que inspiran. Recordarlas nos sirve de empujón para escribir ese cuento, tejer esa bufanda o tocar aquel instrumento que mencionamos al principio.
Sea por incursionar en un nuevo hobbie o por lanzarnos con un emprendimiento propio de joyería o pastelería, las historias compartidas reflejan que, incluso ante la adversidad, se puede seguir intentando. Ante el fracaso, ante el “no”, ante las crisis, mantener la cabeza en alto y seguir apostando por lo que queremos no es una locura. Podemos seguir probando una y mil veces, recordando que no necesariamente debe haber un punto de llegada, sino que la belleza del camino reside, justamente, en la posibilidad del intento.
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