Ser posibilidad para alguien

por

Por Laura Aguirre

Tomó el último sorbo de leche chocolatada y me devolvió la taza sosteniéndome la mirada.

Transcurrían esos días en que debíamos quedarnos en casa, aunque cada mañana sus golpecitos en la puerta me recordaban que ese era un privilegio de algunos. 

E. empezó a llamar a nuestra puerta en busca del desayuno, su única comida diaria. Por ese entonces desconocíamos que su visita significaría tantas cosas más. 

Poder elegir las galletitas y tomar la taza con sus manos limpias. El banquito para sentarse tranquilo, mientras tanto. Algo de alimento para Huesito, su perro. Una charla cuando su estómago dejaba de rugir. 

La pregunta: ¿cómo estás? Y esa escucha atenta acompañando su respuesta. Una palabra cuando el miedo, el hambre, el frío invadían sus sueños y la oscuridad teñía sus vivencias. 

Saber cómo le había ido en la escuela, que útiles le faltaban, ayudarlo con alguna tarea y que nos expresara qué necesitaba. Podía ser abrigarse los pies con medias secas, jugar un rato, hojas blancas para poder dibujar o cortarse las uñas. 

Mi hija sentada en otro banquito al lado aprendía a compartir y conocía una historia tan distinta a la suya. 

En nuestra casa recibió su primera torta con velitas, se la llevó para compartirla con sus hermanos, preparamos bolsitas con golosinas. Recuerdo que muy tarde por la noche volvió con la fuente vacía:

-¡Gracias! Estaba muy rica y no te olvides  el próximo año que el 14 de julio es mi cumpleaños.

Una mañana vino, ya le habían dado comida en la casa del vecino y me dijo que quería charlar. Simplemente eso. Recién ahí caí en la cuenta de lo que les estoy contando. 

Para E. éramos una posibilidad.

Y así pasaron los años, acopiamos anécdotas, se animó a manifestarnos sus deseos, ideas a concretar proyectos. Fabricaron con mi esposo un avión con un viejo motorcito que encontraron desechado, recolectaron botellas, palitos de helado para las hélices, una pila bien cargada. ¡Funcionaba! 

Sus ojos tomaban brillo con cada experiencia compartida. 

Pintamos su bici con aerosol, aprendimos los nombres de su familia, dónde y cómo vivía. 

Un día mientras mencionaba especies que aparecían en el jardín y recitaba las características, me contó sobre su pasión por los pájaros. Quería un libro, anhelaba saber mucho más sobre ellos. 

Fui a una librería y elegí uno muy lindo, de tapa dura e ilustraciones coloridas, compartimos ese gesto con una amiga y se lo regalamos para Navidad con dedicatoria.   

¡Le gustó tanto! Era su tesoro. Decidió dejarlo en mi casa, dijo que en la suya nadie lo iba a cuidar. Cuando el sol bajaba aparecía con su perrito y lo leía un rato en el banquito de siempre. Sus visitas se hacían cada vez más extensas. 

Una tarde le propuse ponerle su nombre y guardarlo en una mochila, de esa manera -pensé- encontraría un lugar seguro y lo podía tener con él siempre. 

No fue una buena idea.

El libro desapareció la mañana siguiente. Se angustió y abrió su alma para contarme mucho más.

El avión estaba destrozado, su perro no estaba. Tampoco las medias ni el abrigo. 

Pasaron un par de semanas y recibí el llamado de otra amiga: en la escuela a la que asistía habían dado intervención al equipo interdisciplinario y la asistente social quería ponerse en contacto con nosotros para charlar sobre la posibilidad de ser familia de contención, de esa manera iban a aislarlo un par de días del núcleo familiar. 

Teníamos que contestar a la brevedad, la cosa era urgente. 

Charlamos con Ale en la cocina, hicimos muchas preguntas, nos abrazamos y lloramos. 

Decidimos que hasta ahí había llegado nuestro rol en la vida de E., traerlo a nuestra casa iba a ser muy difícil. Lo queríamos y él a nosotros. 

Aceptar que hasta ahí llegaba nuestra posibilidad de sostenerlo fue un golpe duro. 

Los años pasaron y E. dejó de golpear la puerta de casa. 

Desde el verano pasado no supimos más de él pero tenemos la certeza que siempre sabrá de nosotros: lo que nos dimos quedó tatuado en su alma.

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